Capítulo 3 FINAL

2.5K 409 616
                                    

“Yo soy un legado. Su sacrificio me enseñó que,
aún después de la noche más oscura, el sol saldrá
de nuevo. Si el corazón es lo bastante fuerte,
el alma renacerá con cada día. Vida tras vida;
época tras época, para siempre”.
ART PARKINSON-Ingeras

La pérdida y la soledad son grandes amigas, crean vórtices de anhelo y sufrimiento. Bloquea nuestros pensamientos y, la mayor parte de las veces, quienes las presentan dan por terminada su racionalidad, olvidan las experiencias, los sueños e incluso todo aquello que los hizo sonreír. Se sumergen en aguas turbulentas de dolor infinito, hasta que finalmente estas se convierten en mares cuya densidad los arrastra hacia el fondo dificultando la tarea de salir adelante.
Hiro Igarzabal fue la víctima favorita de la pérdida y la soledad, enraizándose a sus recuerdos, infectando la poca cordura restante. Miguel temió verlo recostado, como un vegetal, respirando pero sin dar señal alguna de vida.
La mañana del 12 de febrero, el azabache se valió de su sueño interminable para continuar vivo. Los Mimeiux no se atrevieron siquiera a molestarlo luego de que el joven con quien compartía habitación les explicase los sucesos de la noche anterior. Sin embargo, este último fue el único que se armó de valor y veló por los sueños del mayor, separándose solamente en dos ocasiones, la primera al ir por un par de girasoles en caso de que se despertara. Tan sólo deseaba sorprenderlo, pero nada sucedió.
La siguiente vez fue para ir al baño. No más, no menos.
Hiro estaba inconsciente, a merced de sus sueños. En ellos se deslizaba sobre la luna tomado de la mano de alguien; el no veía su rostro, aunque eso no fue impedimento alguno para que su mente exteriorizara su identidad.

—Miguel… — Dijo en un susurro apenas perceptible con los labios entreabiertos.

El aludido se acercó, acariciando las hebras oscuras entre sus dedos, de vez en cuando deteniéndose a admirarlas sin pudor alguno. En ningún momento logró ignorar su constante preocupación, era como si le taladraran el cerebro e introdujeran una y otra vez un taquete con la misma inscripción: “En cualquier momento puedes perderlo”.
Cada suspiro que el menor exhaló fue dedicado a una sola persona, al chico delgado que se dignó a robare su estabilidad emocional, valiéndose de una sonrisa para lograrlo.
Miguel no cenó en la mesa esa noche, la cabeza le dio vueltas y las ganas de volver el estómago lo mantuvieron recluso en su habitación, recostado al lado izquierdo de Igarzabal. La ansiedad y la duda sobre el estado anímico de Hiro le estaban jugando una mala ronda, incluso su familia lo atribuyó a eso.

 La ansiedad y la duda sobre el estado anímico de Hiro le estaban jugando una mala ronda, incluso su familia lo atribuyó a eso

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Exactamente a las 2:46 a.m. el azabache se dispuso a revivir sin siquiera haber muerto. Acomodándose de tal manera que siguiese recostado, pero con mejor campo visual.
Todo estaba en calma, lo único que percibió fue el sonido de la madera crujiendo en el pasillo del frente, quizá alguien se había levantado al baño o a robar algo en la cocina. Amaba la sensación de estar solo, nadie irrumpía en sus pensamientos, podía ser él sin preocuparse por lo que los demás pensaran. Llevaba tres días en aquel sitio y ya deseaba volver a su vida anterior, cuando no tenía idea de lo feliz que era.
El rocío comenzó a colarse por su habitación, junto a este distinguió dos olores poco familiares. Recorrió la habitación con la mirada y, justo en el ventanal, divisó dos girasoles cuyos tallos eran recluidos en un jarrón. Debajo de este alcanzó a ver un pergamino. Bueno, ahí estaba uno de los olores.
Siguió paseando la vista hasta dar con un bulto cubierto por una sábana a su izquierda.
Con la delicadeza que caracterizaba a sus movimientos, destapó la gran masa a su lado. Distinguió el cabello castaño del hijo de los Mimeiux. Sin embargo, no se sintió satisfecho con mirar tan poco así que procedió a tirar aún más de la tela. Primero relució su frente, luego sus pestañas, su nariz y, finalmente sus labios.
Aspiró hondo y dio con el segundo olor.
Era él.
Una vez más inhaló, embriagándose de la canela que bañaba cada espacio de ese ser, bañándose en la excitación que le provocaba estar tan cerca y a la vez tan lejos del chico. Lo odiaba en gran medida, pero admitía (a regañadientes) que su cercanía lo dejaba tendido en el suelo preguntándose por qué nada se sentía ni la mitad de bien que ese momento tan íntimo e insignificante.
El calor lo invadió súbitamente. No logró aguantarlo. Sin previo aviso dio un salto fuera de la cama corriendo entre el pequeño espacio que separaba al ventanal de donde se hallaba.
Extrañamente, al estar ahí recordó su arranque de locura y el semblante lleno de asombro que portaba su compañero. No sólo había sido vergonzoso, sino también una evidencia del poco control de sus emociones. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Dos? ¿Tres? Tenía la esperanza de que todos lo hubiesen olvidado.
Acarició los pétalos de las flores frente a sí, cuando recordó la pequeña nota debajo del jarrón. La tomó con ambas manos y la extendió. La caligrafía era casi perfecta, salvo que en los puntos de las íes, sustituidos por pequeños corazones rellenos de tinta. En ella se encontraba lo siguiente.

Dulce de melocotón (Higuel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora