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Muchos de nosotros habíamos cumplido ya dieciséis años. Era una mañana de sol radiante y acabábamos de bajar al patio después de una clase en la casa principal cuando de pronto me acordé de algo que me había dejado olvidado en el aula. Así que subí hasta la tercera planta, y allí es donde me sucedió lo de la señorita Lucy.
En aquellos días yo tenía un juego secreto. Cuando me encontraba sola dejaba lo que estuviera haciendo y buscaba una vista -desde la ventana, por ejemplo, o el interior de un aula a través de una puerta-, cualquier vista en la que no hubiera personas. Lo hacía para poder formarme la ilusión, al menos durante unos segundos, de que aquel lugar no estaba atestado de alumnos sino que era una casa tranquila y apacible donde vivía con otras cinco o seis personas. Y para que esta fantasía funcionara, tenía que sumirme en una especie de ensueño, y aislarme de todos los ruidos y todas las voces. Normalmente tenía que armarme de paciencia: si, pongamos por caso, estaba en una ventana y fijaba la mirada en un punto concreto del campo de deportes, puede que tuviese que esperar siglos para que se dieran esos dos segundos en los que no había nadie en el encuadre. En cualquier caso, era eso lo que estaba haciendo aquella mañana después de haber recogido lo que había olvidado en la clase y haber salido al rellano de la tercera planta.
Estaba muy quieta junto a una ventana y miraba la parte del patio en la que había estado apenas unos instantes antes. Mis amigas se habían ido, y el patio se vaciaba por momentos, de forma que estaba esperando a poder poner en práctica mi juego secreto cuando oí a mi espalda algo parecido a un escape de gas o de vapor en violentas ráfagas.
Era un sonido sibilante que se prolongó durante unos diez segundos; luego cesó y volvió a sonar. No me alarmé exactamente, pero dado que al parecer era la única persona en la cercanía, pensé que lo mejor sería ir a averiguar qué pasaba.
Crucé el rellano en dirección al sonido, avancé por el pasillo y dejé atrás el aula en la que acababa de estar, y llegué al Aula Veintidós, la segunda empezando por el fondo. La puerta estaba entreabierta, y en cuanto me acerqué a ella el ruido sibilante volvió a oírse, esta vez con mayor intensidad. No sé lo que esperaba encontrar al empujar la puerta con cautela, pero mi sorpresa fue mayúscula al ver a la señorita Lucy.
El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las
clases, porque era demasiado pequeña y nunca había suficiente luz, ni siquiera en un día como aquél. A veces los custodios entraban para corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas. Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre, porque las persianas estaban echadas casi totalmente. Habían juntado dos mesas, como para que pudiera sentarse un grupo, pero la señorita Lucy estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. Vi varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas sobre la mesa de enfrente de la señorita Lucy. Ella estaba inclinada sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los brazos sobre el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Bajo las gruesas líneas negras vi una pulcra letra azul. Siguió restregando la punta del lápiz sobre el papel, casi como si estuviera sombreando en la clase de Arte, sólo que sus movimientos eran mucho más airados, como si no le importara que el papel se agujereara. Entonces, en ese momento, me di cuenta de que ése era el ruido extraño que había oído antes, y que lo que había tomado por papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, hojas de cuidada letra azul.
Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que tardó en reparar en mi presencia. Cuando alzó la vista, sobresaltada, vi que tenía la cara congestionada, aunque sin rastro alguno de lágrimas. Se quedó mirándome, y al final dejó el lápiz.
-Hola, jovencita -dijo, y aspiró profundamente-.
¿Qué puedo hacer por ti?
Creo que aparté la vista para no tener que mirarla a