DE TIEMPOS SALVAJES:
UNA HISTORIA ORAL DE LOS AÑOS DE POSGUERRA
por Studs Terkel (Pantheon, 1979)
Herbert L. Cranston
Años después, cuando vi a Michael Rennie salir de aquel platillo volante en Ultimátum a la tierra, me acerqué a mi señora y dije: «ése sí que es el aspecto que debería tener un emisario extraterrestre.» Siempre he sospechado que fue la llegada de Tachyon lo que les dio la idea para esa película, pero ya sabe cómo Hollywood cambia las cosas. Para empezar, aterrizó en White Sands, no en Washington. No tenía un robot y no le disparamos. Teniendo en cuenta lo que pasó quizá tendríamos que haberlo hecho, ¿verdad?
Su nave… Bueno, desde luego no era un platillo volante, y no se parecía absolutamente nada a los V- 2 que habíamos capturado, ni siquiera a los diseños de cohetes de Werner. Violaba todas y cada una de la leyes de la aerodinámica; y la de la relatividad de Einstein también.
Descendió de noche, con su nave toda cubierta de luces, lo más bonito que he visto nunca. Aterrizó de golpe en medio del campo de pruebas, sin cohetes, hélices, rotores ni cualquier otro medio visible de propulsión. El revestimiento exterior parecía coral o alguna roca porosa con volutas y espolones, parecido a lo que se podría encontrar en una cueva de piedra caliza o buceando en algún lugar profundo del mar.
Yo estaba en el primer jeep que se dirigió hacia él. Para cuando llegamos, Tach ya estaba fuera. Ahora Michael Rennie, con ese traje espacial plateado suyo, tiene un aspecto adecuado, pero Tachyon parecía un cruce entre uno de los tres mosqueteros y una especie de artista circense. No me importa decírselo: cuando salimos todos estábamos bastante asustados, los chicos de los cohetes y los cerebritos tanto como los soldados. Recordé aquella emisión del Mercury Teater, allá en el 39, cuando Orson Welles engañó a todo el mundo haciendo creer que los marcianos estaban invadiendo Nueva Jersey, y no pude evitar pensar que quizá esta vez estaba ocurriendo de verdad. Pero en cuanto los reflectores le iluminaron, allí de pie delante de su nave, todos nos relajamos. La verdad es que no daba tanto miedo.
Era bajo, quizá un metro sesenta y dos o sesenta y cinco, y a decir verdad parecía más asustado que nosotros. Vestía unas mallas verdes con botas incorporadas y una camisa anaranjada con volantes de encaje tan moñas en los puños y en el cuello, y una especie de chaleco de brocado plateado muy ajustado. Su chaqueta era una pieza amarillo limón con una capa verde que ondeaba tras él y que le llegaba a los tobillos. En la cabeza llevaba un sombrero de ala ancha con un largo penacho rojo que sobresalía, aunque cuando me acerqué vi que era una especie de pluma extraña y puntiaguda. El pelo le llegaba hasta los hombros y, a primera vista, pensé que era una chica. También era un tipo de pelo peculiar, rojo y brillante, como de hilo de cobre.
No sabía qué pensar de él, pero recuerdo a uno de nuestros alemanes diciendo que parecía un francés.
Tan pronto como llegamos avanzó penosamente en dirección al jeep, decidido, anadeando por la arena con una gran bolsa bajo el brazo. Nos dijo su nombre, y aún estaba diciéndonoslo cuando llegaron otros cuatro jeeps. Hablaba inglés mejor que nuestros alemanes a pesar de tener aquel extraño acento y era difícil estar seguro porque se pasó diez minutos diciéndonos su nombre.
Fui el primer humano que le habló. Ésa es la pura verdad, no me importa lo que cualquier otra persona diga: fui yo. Salí del jeep y le tendí la mano y dije:
—Bienvenido a América. —Empecé a presentarme pero me interrumpió antes de que pudiera pronunciar una palabra.
—Herb Cranston, de Cape May, Nueva Jersey —dijo—. Ingeniero aeroespacial. Excelente. Yo también soy científico.