El durmiente: II. El asesino en el corazón del sueño

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La infancia de Croyd se desvaneció mientras dormía aquel primer Día Wild Card. Pasaron casi cuatro semanas antes de que despertara y había cambiado, al igual que el mundo que le rodeaba. No era sólo que fuera diez centímetros más alto, más fuerte de lo que jamás hubiera pensado que alguien pudiera ser y que estuviera cubierto de un bonito pelo rojo. No tardó en descubrir también, al mirarse en el espejo del baño, que el pelo poseía propiedades peculiares. Repelido por su apariencia deseó que no fuera rojo.

Inmediatamente empezó a atenuarse hasta que fue de color rubio pálido y sintió un hormigueo que no era desagradable en toda la superficie de su cuerpo.

Intrigado, deseó que se volviera verde y así lo hizo. De nuevo, el hormigueo, esta vez más parecido a una ola de vibraciones que le recorría por dentro. Deseó que fuera negro y se ennegreció. Después, pálido de nuevo, sólo que esta vez no se detuvo en un rubio claro. Más pálido, más pálido, blanquecino, albino. Más pálido aún… ¿Cuál era el límite? Empezó a desaparecer de la vista. Ahora podía ver la pared de baldosas que tenía detrás a través de su débil perfil en el espejo. Más pálido…

Invisible.

Colocó las manos delante de su cara y no vio nada. Cogió su toalla húmeda y se la llevó al pecho.

También se hizo transparente, invisible, aunque aún sentía su húmeda presencia.

Volvió al rubio pálido. Parecía lo más aceptable socialmente. Después se embutió en lo que habían sido los pantalones que más anchos le quedaban y se puso una camisa de franela verde que no pudo abrocharse de ninguna manera. Ahora los pantalones sólo le llegaban a las pantorrillas. En silencio, bajó cautelosamente por la escalera con los pies descalzos y se dirigió a la cocina. Estaba famélico. El reloj del salón le dijo que eran casi las tres. Había mirado en la habitación de su madre, su hermana y su hermano, pero no había perturbado su sueño.

Había media hogaza en la panera. La partió y se llevó grandes trozos a la boca; apenas masticaba antes de tragar. Hubo un punto en que se mordió el dedo, lo que le hizo parar un poco. Encontró un trozo de carne y una cuña de queso en la nevera y se los comió. También se bebió un litro de leche. Había dos manzanas en la encimera y se las comió mientras buscaba por los armarios. Una caja de galletitas saladas. Las engulló mientras continuaba la búsqueda. Seis galletas. Se las tragó. Medio bote de mantequilla de cacahuete. Se lo comió a cucharadas.

Nada. No podía encontrar nada más y aún estaba terriblemente hambriento.

Entonces se dio cuenta de la magnitud de su festín. No había más comida en la casa. Recordó la enloquecida tarde de su regreso de la escuela. ¿Y si había escasez de comida? ¿Y si había vuelto el racionamiento? Se acababa de comer los alimentos de todos.

Tenía que obtener más, tanto para los demás como para él. Fue a la habitación delantera y miró por la ventana. La calle estaba desierta. Se preguntó por la ley marcial de la que había oído hablar al volver a casa desde la escuela: ¿cuánto hacía?, ¿cuánto tiempo había estado durmiendo, a todo esto? Tenía la sensación de que había sido bastante.

Abrió la puerta y sintió el frío de la noche. Una de las farolas que no estaban rotas brillaba entre las ramas desnudas de un árbol cercano. Aún había unas pocas hojas en los árboles del lado de la carretera aquella fatídica tarde. Sacó la llave de repuesto de la mesa del recibidor, salió a la calle y cerró la puerta tras él. Aunque sabía que estaban frías, no sintió las escaleras particularmente gélidas bajo sus pies desnudos.

Entonces se detuvo, retrocediendo al amparo de las sombras. Era aterrador no saber qué había ahí fuera.

Levantó las manos y las mantuvo en alto frente a la farola.

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