La Soledad Del Desierto

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La taberna de Don Arturo estaba por cerrar, tan pronto el reloj marcaba las 2 a.m. y a pesar de haber bebido incansablemente por horas me, sentía sobrio, ¿Ahogar las penas en alcohol? ¡Más bien ahogarme en las penas! Lo más triste era que tenía que retirarme de aquel lugar. Aun cuando estaba lleno de almas atormentadas, siempre había actividad allí, las personas con problemas siempre son las más interesantes. Me preguntaba a donde iría el viejo Salazar, aquél abogado de palabras complicadas y rudos modos, ¡Mira cómo le cuesta andar! Y sin embargo nadie lo ayudaba a levantarse de su silla. Me preguntaba también a donde iría aquella jovencilla de unos trece años que bebía en un rincón sin engañar a nadie, todos sabíamos que era menor de edad, pero todos nos hallamos tan ensimismados en nosotros mismos que no le dábamos la más mínima importancia. Sé lo que estarán pensando, una chica así, ebria, y a esa edad es un peligro para sí misma, pero quizá si piensan ello es porque jamás han puesto pie en una cantina como este, donde sólo se juntan alcohólicos melancólicos que buscan en la bebida un sorbo del hubiera y del jamás volverá.

No había más, debía pagar la cuenta y retirarme, por lo que me despedí del hombre de la barra, me abroché la chaqueta de cuero negro, ajusté mi sombrero color gris y salí por la puerta de madera. Afuera estaba ligeramente lluvioso, sin saber exactamente a donde me dirigía recorrí la acera de la Calle Aldama, de alguna forma seguía las brillantes luces de la ciudad, me agradaba ver a la gente por las calles, pero a las 2 a.m. en martes no era muy común ver a demasiados transeúntes. Lo único que alcancé a ver fue a un hombre con un automóvil Jetta grande y blanco, que pasaba muy despacio por calles estrechas, como si buscase algo. En ese momento sentí una gran curiosidad sobre qué era lo que pretendía encontrar (en aquellos momentos cualquier cosa me parecía interesante) pero recordé que hacia un par de días estuve a unos veinte minutos de presenciar un asesinato en primer grado, pues había pasado por la escena del crimen unos minutos antes de que este se concretara, así que me pareció peligroso caminar junto al automóvil, de modo que corté camino por la avenida principal.

El viento soplaba agudo, sordo, era una noche inusual de verano, me acomodé el cuello de la chaqueta de modo que cubriese mis friolentas orejas y seguí caminando, tratando de poner atención en cada detalle a mi alrededor. Así pasé por las zonas más importantes del centro de la ciudad de Chihuahua, me maravillé ante el rostro de aquél maniquí traído desde el siglo XIX conocida como La Pascualita, ante esa catedral de arquitectura gótica construía hacia siglos atrás, de esos puentes tan altos, y cuando no estaba ni cerca de terminar de maravillarme, vi algo que me incomodó.

Había un hombre de tez muy clara con una elegante chaqueta, quizá Hugo Boss, acompañado por un par de hombres con camisas a cuadros, de fieltro, botas vaqueras y sombreros rancheros, aquellos hombres eran bajos, de tez morena y aspecto mestizo. Inmediatamente dos pensamientos contradictorios chocaron en mi mente, primeramente, pensé en cuan peligrosos se veía, me vino a la mente todas las historias que había escuchado de los crímenes perpetuados en toda Latinoamérica, especialmente en México los últimos años. Pensé en el sujeto que le rompieron las manos con ladrillos habiéndolo confundido con un capo de la droga de los contrarios, a todos los sujetos que mataron e hicieron parecer un suicidio, a todos los que colgaron en la frontera con los Estados Unidos. Pero también pensé que mi mentalidad era apresurada e infundada, ¿Cómo podía juzgarlos? Debo admitir que eran sus rasgos faciales, quizá la tez de su piel o la manera en que se vestían lo que me producía tanta desconfianza. Siempre he tenido la extraña sensación que mis paisanos me despreciaban por mi tono de piel, clara, cambiante, extranjera.

Por lo que continué caminando, pero nervioso y apretando el paso, cada vez los sentía más cerca, habían encendido el automóvil e iban a por mí, lo sabía. Traté de evadirlos dentro de lo posible, sin hacerles evidente que huía de ellos, finalmente, tras cruzar avenida tras avenida intentando cortar camino terminaron por irse en otra dirección. De pronto escuché un sonido sordo, espontáneo, me quedé petrificado allí donde me ubicaba. Me arrodillé en el suelo y me ubiqué en la esquina de la calle, escondido, con la oportunidad de echar un ojo a la calle donde esos sujetos se hallaban, pero sin el valor suficiente para mirar.

El Centauro Del NorteWhere stories live. Discover now