Capítulo 2. Lo mejor llega cuando menos lo esperas

2 0 0
                                    

¡Fantástico! Ella se marcha a Nueva York en septiembre, ¿y qué se supone que debo hacer yo mientras espero a que regrese de su aventura neoyorquina? ¿Llevar la vida de una monja de clausura?

«Cuidadito con lo que haces, eh.»

Increíble que a estas alturas de la relación todavía tenga que advertirme como un padre severo a una hija rebelde.

Parece mentira que, después de toda una vida, todavía no me conozca, que no sepa que apenas me relaciono con los demás; que más que tímida, que lo soy y no lo niego, me he convertido en los últimos cinco años en lo más parecido a una ermitaña. Y no porque esté de luto, no; hace cuatro años que dejé el negro aparcado y empecé a vestirme de rojo eléctrico, entre otras cosas porque combina de puta madre con el color de mi pelo.

Y sí, digo pelo. En otros tiempos hubiera presumido de melena, pero hoy no tiene mucho sentido que digamos. Hace mucho de la última foto que me hicieron con el pelo largo. Unos tres años, quizá. Sí, tres años, ahora lo recuerdo; la última vez que lucí mi melena en todo su negro esplendor fue en la boda de nuestros padres. A veces me miro en esas fotos de juventud y apenas me reconozco; tenía una imagen ingenua, incluso infantil.

Ahora, mientras me contemplo con ojo crítico en el espejito de mano, probando y decidiendo qué tono de pintalabios me queda mejor, si el Manzana Prohibida o el Cereza Salvaje, me veo como una mujer de armas tomar, y te confieso que esa imagen me asusta un tanto. Que voy a cumplir los veinticinco, ¡lejos de Alex y sola! Que mi juventud se fue para no volver; no queda nada de aquella poeta romanticona que cantaba al amor en sus odas ovidianas; me he vuelto pragmática, formal, realista y diría, sí, me atrevería a decir que hasta un poco mordaz. No sé si como herencia materna o tan sólo como fruto de los días, las semanas, los meses...

El caso es que me veo fenomenal... a ratos. A ratos vuelve la inseguridad y un raro temor a quedarme sola. Algo totalmente incomprensible, irrazonable e ilógico. Porque yo nunca he estado sola, ni siquiera cuando he querido abrazar la soledad como a un amante fogoso que me atrape, me embruje y me pierda...

Desvarío. A estas horas de la mañana desvarío mucho.

Los madrugones me caen fatal al cuerpo; después de un sueño erótico, húmedo y muy, muy salvaje, mucho peor. Ni siquiera la sonrisa candorosa de Alex es capaz de devolverme la alegría cuando a las siete de la mañana suena el primer timbrazo del despertador tocacojones. Necesito abrir los ojos poco a poco; primero el izquierdo, luego el derecho; situarme en el espacio y en el tiempo. Veamos, estoy en la mullida y blanquísima cama de nuestro dormitorio de nuestra casita de King's Road. Y hoy es... Déjame pensar...

¡Ostras, mi madre! ¡El cumpleaños de Alex!

Jooooooodeeeeeeeeeeeeeeer, ¡¡se ha largado y no la he felicitado!! Mierda, mierda, mierda, mieeeeeeeeeeeeeeeerda. ¿En qué coño estaré pensando?

Uhmmm... Espera un segundo, por favor... Si mal no recuerdo, lo celebramos anoche. Y sí, sí, sí, siiiií, cuando tocaron las doce, le di veinticinco besos de tornillo (y con lengua) para que le quedara claro lo bien que le sienta, que nos sienta a las dos, su vigésimo quinto cumpleaños. Y después... Mmm..., después hicimos lo que cualquier pareja hace para celebrar las grandes ocasiones. Échale imaginación, no te lo voy a contar todo...

Y hablando de grandes ocasiones, Debbie quiere que vayamos a cenar a Hampstead esta noche; tiene que presentarnos a alguien, y según palabras textuales de Alex, se trata de alguien muy importante. Alguien muy importante que la tiene muy mosqueada; le ha dado por pensar que quieren aguarle el cumpleaños. ¡Qué estupidez, por Dios!

Nuestro lugar en el mundoWhere stories live. Discover now