La mansión sin nombre – que nombre tenía, pero ni falta que hace mencionarlo –, lucía terrorífica sobre la colina. El grupo de chavales que había cruzado el frondoso bosque para llegar hasta ella estaban apurando los cigarrillos de media noche. Uno de ellos dijo la frase fatal y otro contestó el típico ''sí que los hay''.
Jake Phillips – un nombre estadounidense, por supuesto. No podría ser de otra forma – empezó a caminar con paso firme hasta el gran portalón que se elevaba en la fachada del edificio. Desde lejos sus amigos se reían. El joven llamó a la puerta y los miró, sin poder aguantar una carcajada. Probó el pestillo, pero, por supuesto, no cedió. Entonces decidió irrumpir en la antigua morada a través de una ventana.
En la casa no se veía nada, estaba tan oscuro que no alcanzaba a ver las espinillas de su nariz. Encendió la linterna del móvil y empezó a caminar por el vestíbulo. En las paredes había cuadros con figuras trajeadas en imponentes posturas, serias como si estuvieran encañonándolos con un .44 para el retrato. Delante de él, una escalera de caracol inmensa trepaba por las paredes hasta el segundo piso. Pero ahí no era donde nuestro valiente héroe se dirigía.
Buscando la cocina, donde se supuso que estaría la puerta hacia el sótano, se topó con el salón principal de la mansión. No pudo refrenar las ganas de investigarlo y, cuando puso un pie sobre la alfombra persa que se extendía en la sala – extrañamente carente de polvo y suciedad – lo que vio lo dejó de piedra. Ante él, a un par de metros, se encontraba una figura negra que movía las manos haciendo círculos. Se quedó petrificado durante unos segundos y observó la estampa. Era un hombre, o lo fue. Vestía un traje de smoking muy pasado de moda. Su pelo, canoso y desdeñado. Su cara, la cual veía de soslayo, era pálida como una luz fuerte. En el antebrazo llevaba un pañuelo que en su día tuvo que estar limpio, pero ahora almacenaba siglos de mugre. Con todo, el aura de esa figura era extraña, superflua, casi etérea. Estaba ahí, pero a la vez no.
La primera reacción del muchacho tras recuperar la compostura fue intentar una rápida huida, tan rápida que con tan mala suerte tiró un cuadro que yacía apoyando contra el marco de la puerta. La figura se giró violentamente y clavó su mirada en él.
Jake lo sintió y se volvió de nuevo hacia la figura.
- ¿Quién demonios...? ¡Eh! ¡Tú! ¿Qué haces aquí? – preguntó el viejo. Sus palabras se perdieron en la oscuridad de la mansión, pero Jake las escuchó alto y claro.
El joven no daba crédito. Desde hace rato pensaba que lo que tenía ante sus ojos era un fantasma. Pero ese fantasma le había hablado. Los fantasmas... no hablan ¿No? O al menos eso es lo que pensaba Jake.
- Lo... lo siento – dijo sin saber cómo seguir – so... solo estaba buscando...
- Aquí no se te ha perdido nada – dijo el viejo mientras se daba la vuelta de nuevo –. Malditos críos, siempre fisgando donde no deben. En mis tiempos...
El hombre seguía hablando, pero Jake ya no escuchaba una sola palabra. Se fijó más aun observó como aquel extraño hombre les sacaba brillo a los cristales de una vitrina mugrienta.
- ... Uno no puede hacer su trabajo en paz... – siguió el viejo.
- Yo... yo ya me iba.
Y sin dar una palabra más, Jake salió corriendo lo más rápido que pudo. Cruzó la ventana de un salto y volvió con sus amigos.
No se lo creían. Por supuesto que no se lo creían. ¿Quién se creería algo así? Jake llegó junto al grupo y no tardó más de dos minutos en narrar la increíble historia. Las preguntas empezaron a llegar por doquier; "¿Un fantasma mayordomo?" "¿Te echó de la mansión porque quería limpiar?" "¿Pero no te persiguió con un cuchillo ensangrentado para matarte?". Sus amigos se habrían creído cualquier cosa, cualquiera. Menos esa. Si Jake hubiera llegado diciendo que un fantasma lo persiguió para acabar con su anodina vida, el grupo entero lo habría vitoreado por su exitosa huida. Pero no se creían que el fantasma de un triste viejo llevara años, siglos limpiando vitrinas y muebles de una mansión abandonada.
Sus padres tampoco se tragaron ni una sola palabra. No tardaron demasiado en obligar a Jake a que le hiciera una visita al psicólogo de la familia. No por andar diciendo que veía fantasmas, sino porque decía que esos fantasmas que veía se ocupaban, después de muertos, seguían haciendo su trabajo en vida.
El psicólogo lo remitió, más pronto que tarde, a un reputado psiquiatra. No reputado por ser muy bueno, sino por ser rápido, muy rápido en sus diagnósticos. Mientras escuchaba la historia de Jake, asentía. Con su libreta en la mano miraba hacía la pluma pensando que solo era un adolescente queriendo llamar la atención. Pero cuando la bayeta del mayordomo entró en juego, su rápido diagnostico también lo hizo: Locura transitoria con delirios y alucinaciones. ¡Pues que bien para Jake!
Total, que al cabo de un tiempo ya llevaba varias semanas interno en el Centro de Salud Mental de Utah y seguía can la misma; ''Doctor, el fantasma era real''. El doctor al principio pensó que eso se curaba rápido. Era un joven ingenuo que iba demasiado puesto una noche y creyó ver algo que no estaba. Pero la historia seguía; ''Y, doctor, me decía que lo dejara limpiar en paz''.
Semanas pasaron. Estas semanas empezaron a acumular meses. La medicación surtió efecto y al cabo de un tiempo Jake empezó a decir que no había visto nada aquella noche. Claro que ahora también decía que no se llamaba Jake. Las pastillas para los locos que no lo están hacen el efecto contrario.
Un par de años después, el doctor firmó su alta bajo vigilancia permanente. Así acabó Jake, con ansiolíticos y antipsicóticos cada ocho horas. Todo por culpa de que decía que veía fantasmas, pero no fantasmas normales, fantasmas que limpiaban estanterías y barrían habitaciones.
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Un cuento de fantasmas sin terror
HumorHoy os presento un breve relato que no precisa de una presentación para entenderse. Con todos ustedes: Un cuento de fantasmas sin terror.