Un mechero y dos churros

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5 de agosto de 1997

En la piscina del pueblo se escucha el ulular de una tórtola y los chillidos alegres de los niños. El calor solo es soportable a la sombra de los pinos. La toalla huele a cloro y a césped. Susana lo arranca con los dedos mientras habla con Beatriz.

—Que no voy a ver tus series de niños, pesada —le dice.

—Pues te gustaría, no es de niños. Va de un chico que se convierte en chica cuando se moja, y...

—Es de dibujos, ¿no? —Agarra un sugus de fresa de la bolsa de golosinas—. Yo soy más rollo el príncipe de Bel-Air, ¿sabes?

—Ya, pero te juro que te molaría, tía. Te haces unas risas, ¿sabes?

Beatriz mete la mano en la bolsa y coge el último Bubbaloo. Susana está a punto de decirle que ya ha cogido dos, que el último es suyo.

—Calla —le dice Bea—. Mira, mira.

Señala hacia adelante con la barbilla. Al otro lado del camino de losas, hay un grupo de chicos que van en dirección a la piscina. Son de su edad, son guapísimos y no son del pueblo.

Los chicos han dejado las toallas y las mochilas a la sombra de los árboles. Pasan por las duchas y los ven desaparecer cuando se tiran al agua. Escuchan cómo ríen y hablan. No están muy lejos.

—¿Quiénes serán? —se pregunta Susana.

—Ni idea. ¿Les decimos algo?

—No, no. Qué corte.

Hace una bolita con el envoltorio del sugus y falla al tratar de encestarlo en la papelera, situada a menos de dos metros.

—Venga, tía, ¿no te pica la curiosidad? —insiste Beatriz.

—Si quieres ve tú —le replica Susana.

—Vale, pero me acompañas.

—Pero hablas tú.

—Joder, qué cagada —suspira y rueda los ojos—. Que sí, que hablo yo. Pero vienes, eh.

—Vale, vale... pero no sé para qué quieres...

Bea la agarra por el brazo y estira para levantarla. Caminan las dos juntas por el césped seco, más allá de la sombra del pino. Las agujas pinchan en los pies descalzos y el sol quema en los hombros.

Se detienen al otro lado de la valla que rodea la piscina, a trozos de color verde y a trozos de color negro, porque la pintura resquebrajada se desprende a tiras. No la tocan porque saben que achicharra.

Medio centenar de personas nadan o juegan en una piscina de color azul intenso. Hay churros flotando y las abuelas conversan sin que se les moje la permanente. Los niños saltan de bomba cerca del grupo de señoras y estallan con risas infantiles cuando los regañan.

Ven a los tres chicos cerca del bordillo. Uno tiene las gafas de natación en el cuello y otro las lleva en la cabeza. Beatriz los llama desde afuera. No se dan cuenta, hablan entre ellos mientras soplan agua.

—¿Es a nosotros? —dice uno, girándose hacia ellas.

Beatriz se ríe y mira a Susana. Le entra la risa tonta sin saber qué más decirles. Si espera que su amiga la saque del apuro, lo lleva claro.

—¿Qué pasa? —pregunta otro, el más guapo.

—¿Tenéis cartas? Nos aburrimos.

Susana se lo reprocha, suena ridícula y hasta desesperada. Bea le contesta de malas, como si la culpa no fuera suya. Mientras ellos salen del agua aupándose al bordillo, las dos amigas ríen nerviosas como si nunca antes hubieran hablado con chicos.

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