Todos quieren pizza

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21 de agosto de 1997

Susana y su familia cenan en el salón, oscuro y desagradable debido a una bombilla fundida y a los muebles antiguos de la bisabuela. Si pudiera, Susana no cenaría allí. Pero las noches de fútbol su padre exige que se haga de esta forma. Susana y su madre le hacen compañía, aunque sería lo mismo si no estuvieran, porque la pantalla del televisor lo absorbe.

—Mama, porfa, déjame invitar a mis amigas —suplica Susana.

—¿No puedes celebrar tu cumpleaños en la pizzería? —responde.

—Ya no somos niñas. —Con el tenedor mezcla lánguidamente las acelgas del plato—. ¿Quién celebra su cumpleaños en una pizzería? Se van a reír de mí.

—Son tus amigas, Susana —dice, tajante—, no se reirán de ti.

—¿Podéis callaros un rato? —suelta de pronto el padre—. Estoy viendo el fútbol.

—¿Y lo ves por las orejas o qué? —replica la madre.

La respuesta no sirve de nada, el padre está atento al televisor, preocupado solamente por el 1-0 a favor del equipo rival. Susana suspira con la cara apoyada en el puño. Las acelgas se enfrían mientras rebusca.

—Quiero invitar a más gente —dice, al cabo de un rato.

—¿A quién? —se interesa la madre—. ¿No les gusta la pizza?

—No es eso, mama, joder.

—Susana, ¿qué te he dicho de decir palabrotas?

—Jo, bueno, perdón, pero...

—¿Pero? —la interrumpe, con un tono de voz que avisa de que se le está agotando la paciencia.

—Porfa, mama, deja que vengan. Porfa... di que sí...

—¿A quién invitarías? —dice, como si se lo fuera a pensar—. ¿A Bea y a Raquel? Ya sabes que no me gusta que vengan.

—Mama, venga, porfa... solo por esta vez —suplica—. Te prometo que limpiaré antes de que vengan.

—No, no. La casa no está presentable.

—Solo será en mi cuarto, mama, lo juro. No haremos ruido, ¿vale? Venga, porfa, porfa, porfa...

—¡Joder! —grita el padre, quizá cansado de escuchar a su hija, quizá enfadado porque han desperdiciado una ocasión clara de gol—. ¿No os vais a callar? De verdad, ¿no podéis? ¿No os podéis callar ni un momento?

A Susana le tiembla la mano que sujeta el tenedor. Cuando su padre se pone así, le da miedo. Ya no reconoce al hombre que la quiso. Ahora es un calvo amargado que trabaja mucho y que nunca le dirige la palabra.

—Si tu madre ha dicho que no, es que no —concluye ese desconocido que ha suplantado a su padre.

Susana deja los cubiertos entre las acelgas y se levanta.

—No quiero más —dice, con una sensación acre en la garganta.

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