pura

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Ella olía a virgen.

Tenía un sabor dulzón que le entraba por la garganta y le recorría las fosas nasales. Lo notaba en cada papila de la lengua y el sabor viajaba como estímulos por la sangre, dirigiéndose a todo su cuerpo, hasta las manos, hasta el estómago, hasta la mirada. Sólo con sentirla de lejos podía saber que estaba ahí, pues le inundaba todo el cuerpo y le controlaba hasta tal punto de suprimirle como entidad pensante y poderosa.

Sí, olía a virgen, como virginales eran su rostro y figura.

Una piel tersa que le cubría todo el cuerpo, blanca y fina, como la más delicada de las porcelanas; más tentadora que la propia tentación; que parecía brillar bajo los influjos del sol, como si fuera la mismísima manzana de la discordia –que sin duda debía pertenecerle a ella y no a otra diosa, no a otra mortal–.

Los cabellos, dorados, como briznas de oro envolviéndola alrededor del cuello, adornado con mechones rojizos que parecían avecinar la fiera alma que escondían. Los ojos, pardos, que al sol se volvían un ocre amarillento, enormes, cubiertos de pestañas negras y opacas y que se le enmarcaban en el rostro pálido y largo. La nariz, ancha y menuda y debajo los labios, rosados, carnosos y dispuestos para ser besados.

Era alta y esbelta, con las piernas blancas más largas que jamás hubiera visto. La cadera ancha y la cintura estrecha, que guardaba sitio para un vientre plano y terso que se situaban bajo unos pechos menudos y casi infantiles.

No sólo olía a virgen, y su cuerpo era virginal. No.

Perséfone era virgen. Una criatura única, sin marchitar, aún demasiado joven y dueña de su sino. Libre, sin nombre en la palma, sin nombre en el corazón.

Perséfone o «La Diosa de los Infiernos»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora