EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE

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  CAPÍTULO III 

Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba ensu habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue amirar por el ventanal. Una neblina de calor flotaba sobre la ciudad y los tejadosde las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que elaire agitaba en la plaza, los niños correteaban y se perseguían comomariposas blancas, y las aceras se veían llenas de gente dirigiéndose hacia elparque. Nunca le había parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente almal, tan remoto.Poco después su criado entró trayéndole en una bandeja una taza dechocolate. Después de beberla, descorrió un pesado portiére, de felpa colordurazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a travésde unas delgadas losetas de ónix transparente, y el agua en la bañera demármol tenía los reflejos del ágata lunar.Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a sucuello y a los cabellos, -zambulló completamente la cabeza bajo el agua, comoqueriendo borrar la mancha de algún recuerdo humillante. Al salir del baño sesentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación física de aquel momento ledominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las naturalezasfinamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, puedenpurificar o destruir.Terminado el desayuno, se extendió sobre un diván y encendió un cigarrillo.En la repisa de la chimenea, revestida de un fino brocado antiguo, descansabauna gran fotografía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en elbaile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba haciaun lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiesesoportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligeramente entreabiertos,y parecían estar hechos para cantar las más dulces melodías; y toda la tiernapureza de la juventud se asomaba maravillada en sus ojos soñadores. Con susuave vestido de crépe de Chine ysu abanico en forma de una gran hoja,evocaba una de esas delicadas figurillas que el hombre ha encontrado en losbosques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en sugesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan petite, estaba perfectamenteproporcionada -cosa rara en una época en que tantas mujeres, o sobrepasanlas proporciones naturales o son insignificantes.Ahora, al mirarla, lord Arthur sintió que le invadía esa lástima que nace delamor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la amenaza del crimensobre su cabeza, sería una traición como la de Judas, un pecado más terribleque cualquiera de los cometidos por los Borgia. ¿Qué clase de felicidad podríaexistir para ellos, cuando en cualquier momento él iba a verse impelido acumplir la horrorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué clase de vida iba a serla suya, mientras el destino sostuviera su suerte angustiosa en su balanza? Elmatrimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía completamente resuelto a hacerlo así. Aunque amase ardientemente a estamuchacha, y el simple roce de sus dedos cuando estaban sentados uno juntoal otro, le causaba una exquisita sensación de placer. Reconocía, no obstante,con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no teníaderecho a casarse, mientras no hubiese cometido el asesinato.Una vez realizado esto, se presentaría ante el altar con Sybil Merton, paraponer su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a cometer una malaacción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguridad de que ellanunca iba a avergonzarse de él. Pero primero, la realización de aquello eraimperiosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sendero florido delgoce, que subir los abruptos caminos del deber. Pero lord Arthur erademasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de los principios. Ensu amor había algo más que una simple pasión, y Sybil simbolizaba para éltodo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural contraaquello para lo cual el destino lo había señalado, pero al poco tiempo esasensación había desaparecido. Su corazón le decía que no se trataba de unpecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abiertootro camino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para losdemás, y aunque para él la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin embargo,que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde otemprano todos estamos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo queconviene hacer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antesde que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edadmadura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda ennuestros días, y no se sentía titubearante el cumplimiento de su deber.También por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ociosodiletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Hamlet, y dejado que la faltade resolución echase a perder sus propósitos. Pero él era esencialmentepráctico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseíaaquello que es lo más raro; el sentido común.Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habíandesaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüenza querecordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emocional que le tuvoatenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le parecieseahora irreal. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan tonto de disparatar ysentirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía leperturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo comopara no saber que el crimen, al igual que las religiones del mundo pagano,exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. £1, puesto que no era ungenio, no tenía enemigos, y además se daba cuenta de que éste no era elmomento para satisfacer un rencor o una antipatía, ya que la misión en queestaba comprometido era de una grande y profunda solemnidad. Así pues,formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de uncuaderno de apuntes, y habiéndola examinado detenidamente, decidió en favorde lady Clementina Beauchamp, una anciana encantadora que vivía en la calleCurzon, prima segunda por parte de su madre. Siempre tuvo un gran afecto hacia lady Clem, como la llamaban todos; además él, por su parte, era muyrico, pues al llegar a su mayoría de edad, entró en posesión de la fortunaheredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posibleimaginar que él iba a obtener por la muerte de ella alguna vulgar ventajapecuniaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la personaindicada. Su conciencia le estaba diciendo que cualquier demora significabauna injusticia hacia Sybil. Entonces se decidió a arreglarlo todo en seguida.Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con elquiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escritorio estiloSharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cincolibras, pagadero a la orden de míster Septimus Podgers, y poniéndolo dentrode un sobre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon.Entonces telefoneó a sus cocheras para que le enganchasen el hansom, y sevistió para salir. Al abandonar la habitación se volvió a mirar la fotografía deSybil Merton y juró, pasase lo que pasase, que nunca le dejaría saber lo quehacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de susacrificio.Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le envió a Sybil, unacestilla con preciosos narcisos de pétalos blancos y pistilos que parecían ojosde faisán. Al llegar al club, se dirigió en seguida a la biblioteca y tocando eltimbre, pidió al mozo que le trajese una limonada y un libro sobre toxicología.Había llegado a la conclusión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquelenojoso asunto. Cualquier otra forma en que entrase la violencia personal leresultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a ladyClementina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le horrorizaba laidea de convertirse en la principal atracción de las reuniones de ladyWindermere, o ver figurar su nombre en las columnas de sociedad, decualquier periódico vulgar. También debía pensar en el padre la madre deSybil, que eran gente astante anticuada, y quizá podrían poner objeciones almatrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentíaseguro de que si les contaba todas las circunstancias del asunto, serían losprimeros en darse cuenta de los motivos que le habían impulsado a hacerlo. Leasistía toda la razón para decidirse por el veneno. Era lo más seguro y lo máscauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenaspenosas, a las que, como la mayoría de los ingleses, oponía profundos,grandes reparos.De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absolutamente nada, ycomo le pareció que al mozo no le era posible encontrar nada sobre esteasunto en la biblioteca, más allá de la Guía Ruff, y la revista Baily, comenzó abuscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio con una edición de laPharmacopaeia, lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la Toxicología deErskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Colegio Real deMedicina, y uno de los más antiguos socios del club Buckingham, y que habíasido elegido, por equivocación, en lugar de otro individuo; un contretemps queenfureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdaderopropietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unanimidad. LordArthur se sentía un poco confuso por los términos técnicos que aparecían en los dos libros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en elestudio de sus clásicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Erskine seencontró con una muy interesante y completa descripción sobre laspropiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció queera exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar adudas, casi inmediato en sus efectos; no producía dolor, y cuando se ingería enforma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Mathew, notenía nada de sabor desagradable. Desde luego anotó en el puño de su camisala cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los librosen su sitio, abandonó el club dirigiéndose hacia arriba de la calle St. James, alestablecimiento de Pestle y Humbey, los famosos químicos. Míster Pestle, quesiempre atendía personalmente a la aristocracia, se mostró bastantesorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cortés y deferente, murmuróalgo acerca de la necesidad de presentar una receta médica. No obstante,cuando lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en ungran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque presentaba ciertasmanifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en lapantorrilla, se mostró completamente satisfecho, y felicitó a lord Arthur por susmaravillosos conocimientos en materia de toxicología.Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita bonbonnière de plata que habíavisto en el escaparate de una tienda en Bond Street, desechando así la feacaja para píldoras del establecimiento Pestle y Humbey, y se dirigió en seguidaa la casa de lady Clementina.-Bien, Monsieur le mauvais sujet -exclamó la anciana señora cuando le vioentrar al salón-. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?-Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada -contestó lordArthur sonriendo. -¿Tendré que creer, que tú andas todo el día con miss SybilMerton comprando chiffons y hablando tonterías? No acabo de entender porqué la gente le da tanta importancia a eso de casarse. En mi tiempo nuncasoñamos con tanto parloteo y tanto estarse arrullando en público, ni aunsiquiera en privado.-Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por loque sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.-Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a unamujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que vosotros loshombres no toméis nota. On a fait des folies pour moi, y aquí estoy, un pobreser reumático, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por laquerida lady Jansen, que me envía tedas las peores novelas francesas quecaen en sus manos, no creo que podría pasar el día. Los doctores no sirvenpara nada, excepto para sacarnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarmeel ardor de estómago.-Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem -dijo lord Arthur,muy serio-, es algo extraordinario, inventado por un americano.

  -Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segura. He leídoalgunas novelas americanas últimamente, y eran bastante disparatadas.-¡Ah, pero esto no es disparatado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguroque es un remedio perfecto. Debe prometer que lo va a probar -y lord Arthursacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la entregó.-Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obsequias?, eresmuy amable. ¿Y es ésta la medicina maravillosa? Parece un bonbon. Me latomaré ahora mismo.-¡Cielo santo! ¡Lady Clem! -gritó lord Arthur deteniéndole la mano-, no debehacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendoese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener unnuevo ataque, y entonces lo toma. Se quedará sorprendida por los rápidosresultados.-Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, sosteniendo contra la luzla pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante deaconitina-. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a losdoctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mipróxima crisis.-¿Y cuándo cree usted tenerla? -preguntó ansiosamente lord Arthur-. ¿Serápronto?-Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muymal. Pero una nunca sabe...-¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque antes delfin de mes, lady Clem?-Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras,Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque estanoche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comenta los escándalos nilas novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podrémantenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, ymuchas gracias por esa medicina americana.-¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? -dijo lord Arthur levantándose desu asiento.-Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te escribiré paradecirte si quiero más.Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmensoalivio.Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto sehabía visto envuelto en una situación terriblemente difícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría queposponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicadoscompromisos, pues no era un hombre libre. Le imploró que tuviese confianzaen él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero lapaciencia era necesaria.La escena tuvo lugar en el invernadero de la casa de míster Merton, situadaen Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybilnunca había parecido ser más feliz, y por un momento lord Arthur se sintiótentado de portarse como un cobarde, y escribir a lady Clementina que ledevolviera la píldora, y dejar que el matrimonio se realizase, como si en elmundo no existiese el tal míster Podgers. Sin embargo, su buen juicio seimpuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos.Aquella belleza que estremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia.Pensó que destrozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses deplacer, sería una mala acción.Permaneció con Sybil hasta cerca de la medianoche, consolándola yconsolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguiente, saliórumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muycaballerosa a míster Merton, explicándole el aplazamiento necesario de sumatrimonio.

EL RUISEÑOR Y LA ROSA - OSCAR WILDEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora