Sangre derramada

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El imperio de Rakuzan siempre se había caracterizado por ser próspero, con poblados y ciudades con sus distintos matices que convivían en paz y que hacían del reino un buen lugar. Sus extensas tierras abarcaban desde el mar hasta las montañas cosa que enriquecía la economía. Tenía ciudades en el norte, sur, este y oeste y cada una aportaba lo suyo al imperio, convirtiéndose en pilares fundamentales de éste. El centro neurálgico del imperio era la ciudad con su mismo nombre, Rakuzan. Se trataba de la urbanización más grande de todas, dónde se originaba la cultura y el motor del imperio. Ahí también se hallaba el palacio dónde el emperador Akashi Masaomi gobernaba y vivía acompañado de sus dos hijos: el primogénito y heredero Seijuuro y su hermano gemelo Seiji.

Se podría decir que Masaomi sabía reinar: puede que hayan desinencias en algunos lugares pues esto no es una utopía pero, en general, si el imperio progresaba era por él. Su sistema de gobierno perduraba y gozaba de un buen ejército. Y eso, para el emperador, era más que suficiente.

Precisamente hoy, el ejército tenía mucho que celebrar ante su emperador. Habían podido recuperar la ciudad de Yosen de las manos de un conquistador rival después de dos años de tira y aloja. Masaomi quería compensar a su ejército que había defendido las tierras que le pertenecían. Había reunido a los altos cargos en la sala del trono, Masaomi se hallaba sentado con la corona puesta como indicaba el protocolo en una ceremonia pública. A ambos lados, Seijuuro y Seiji también estaban sentados pero en tronos más pequeños demostrando quién era el importante de los tres.

Masaomi mandó a sus generales a ponerse en fila y así felicitarlos y alabarlos. Todos ellos hinchaban el pecho en señal de orgullo, viendo compensado su esfuerzo. Fue entonces cuando el rey llamó a un muchacho soldado.

–Nijimura Shuuzo – se escuchó por la sala y el nombrado hizo acto de presencia entre sus compañeros. Se trataba de un soldado de pelo negro y ojos claros, que si bien se había mantenido entre las filas desde hacía un tiempo, no había tenido oportunidad de demostrar su auténtica valía hasta ahora. –Tus superiores han comentado que tu fuerza y valentía ha servido para infundir confianza entre los soldados, y eso es clave en una batalla. Eres escuchado, y alguien así merece su recompensa.

El rey se levantó, a lo que el soldado Nijimura respondió con una reverencia bajo la mirada atenta de sus superiores.

–Bien se podría decir que gracias a ti, el ejército ha podido sobrellevar las penurias. Es por eso que quiero recompensarte nombrándote como capitán.

Nijimura abrió los ojos sorprendido, y por poco le falla el decoro. Inspiró profundamente, recordando dónde estaba y con quien hablaba.

–Se lo agradezco mucho, su majestad. Estaré encantado de asumir la responsabilidad y guiar a los soldados cuando se necesiten sus servicios en su nombre.

El rey tomó su espada, desenfundándola y mostrándola al público. Era su más preciada arma y nunca estaba de más enseñarle a sus soldados quien tenía el máximo poder. Nijimura hincó una rodilla al suelo y bajó la cabeza, solemne. La hoja de la espada brilló por la luz que se filtraba por la ventana de la misma forma que la armadura de Nijimura relució ante el sol. Masaomi dictó su voluntad de convertirlo en capitán de las tropas terrestres y le posó la espada en un hombro y luego en el otro. Nijimura alzó un poco la mirada, cosa que estaba fuera de lugar en un momento así, pero no estaba mirando al rey. Nijimura cruzó la mirada con uno de los príncipes.

Seijuuro lo miraba atento e interesado, sus ojos rojos brillan de intriga. En sus ropas de señor, se veía imponente pero no dejaba de ser un chico joven. En su mirada se hallaba la curiosidad de la juventud y Nijimura creyó que se le paraba el corazón por momentos cuando vio sus labios curvarse en una sonrisa.

Sangre de ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora