Sangre envenenada

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El cielo se teñía de rojo con la puesta de sol, y en el palacio seguían habiendo gritos. El servicio del castillo no osaba actuar, tampoco sabía cómo. Estaban perplejos de escuchar esos chillidos, esos insultos y todo el estruendo. Los guardias esperaban nerviosos a que hubiera calma, pero no la había. El rey se había encerrado en su habitación y había empezado a gritar y a romper todo cuando encontraba en su camino.

–¡¿Por qué no puedo reinar?! –se le escuchaba decir tras el estallido de un objeto de cristal.

Nadie lo respetaba. La ciudad era aburrida. El imperio era un grupo de pueblos sumidos en miseria por estar en zonas peligrosas. Él no quería eso. Quería reinar en un lugar dónde se le obedeciera, dónde no habían problemas que escuchar ni gobernar una ciudad extraña. Pero eso no existía, y Seiji se veía errando cada vez más.

Lo sabía. Era completamente consciente del daño que causaba, de que no podía darle la espalda a un pueblo que le pide ayuda. Pero la ira, ésa ira era la culpable de todo. La de no dejar escuchar, la de no poder mostrar autoridad, la de no dialogar, la de no ayudar. La de no reinar.

Era un rey ciego y consumido por su propia rabia. Se dejó llevar por la ira cuando su padre le decía que debía comportarse como un señor (que no como un rey), se dejó llevar por ella cuando su hermano entró en la habitación. Era un desastre. Lo sabía y se estaba volviendo loco, no había nada más que decir.

Los gritos callaron de repente. Todo el castillo retenía el aliento, esperando algo. Furihata, que lo había escuchado como todos, también estaba helado. Le había costado dejar de llorar, y no tenía pensado ni verlo ni saber nada del emperador en bastante tiempo (todo lo que se pueda al trabajar en su castillo). Pero lo había escuchado gritar, y ahora no sabía qué pensar al respecto. En la plaza del pueblo se vio altivo y autoritario y ahora, por los ruidos, parecía estar realmente perdido.

¿Cómo había podido cambiar tanto en tan poco tiempo?

Furihata estaba en las escaleras del tercer piso. Los guardias ni tan sólo se habían quedado en la puerta vigilando, estaban apartados y sin meterse mucho en ello. Furihata no les culpaba, pues si el rey estaba irascible podían comete el letal error de molestarlo aún más. Quizá por eso tampoco le hicieron caso cuando se acercó a la puerta. Se pegó a la madera y escuchó atentamente: ahí detrás nada hacía ruido alguno. ¿Se habría dormido?

Kouki suspiró. ¿Qué más le daba, si se había calmado o no? Seiji era un monstruo, ya le había quedado claro. Y nadie podía asegurar que no le hiciera lo mismo que a Nijimura o a Kise si le daba la gana. Pero ahí estaba, tratando de averiguar qué le sucedía ahora.

Abrió poco a poco la puerta, con la respiración cortada. Si hacía algo indebido, Seiji lo mataría sin pensárselo. Pero Seiji ahora se hallaba sentado al centro de la habitación, en el suelo. La hermosa capa le cubría los brazos y las piernas, y la corona se le caía como si estuviese muerta. La escasa luz del crepúsculo creaba unas sombras extrañas a su alrededor y Seiji se las quedaba mirando sin parpadear siquiera.

Furihata abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra. Seiji le daba la espalda, pero sabía perfectamente que estaba ahí.

–Mírame –musitó, de repente, con voz ronca. –¿Soy un mal rey?

Kouki aguardó, no creía poder responderle esa pregunta.

–Me tienes miedo –observó Seiji. Soltó una risa cansada. –No puedo reinar.

Seiji se giró mientras la corona caía al suelo.

–¿P-por qué has...? – empezó a decir Furihata.

Sangre de ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora