Capítulo primero.

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Nació en un sitio eriazo, además de carecer de nombre. Los dioses no solo acuñaron con genialidad y destreza habilidades que hasta ellos mismos observaban pérfidos, desconfiados del caos que podrían llegar a generar, sino que además prestaron con desgracia el tozudo destino de vivir bajo la miseria. No sólo su nacimiento fue austero y pobre, también lo fueron sus primeros días y años de nacido.

Patrulla era un pueblo pequeño a las afueras de las grandes urbes del mediterráneo. Ubicado en medio de la nada y a la vez en medio de todo, podía parecer el típico sitio de unas centenas de habitantes donde los exhaustos aventureros relajan el arduo y exhaustivo viaje del héroe, pero ni siquiera llegaba a ser la pretensión más modesta a imaginarse. Patrulla era la decadencia, anhelaba con ser Sodoma pero los pueblerinos ni anhelos tenían de satisfacer necesidades o deseos en su pueblo. Era un sitio ingenuo pero pobre, hasta el más ruin y pusilánime extorsionador lograría embaucar a cualquiera de los lugareños, mas eran tan despreciados de bienes y dinero que el tiempo invertido en la estafa es tiempo perdido, lisa y llanamente no había nada que robar. Las casas bien estaban construidas a base de caña brava y en las noches solo la luna y el firmamento mantenían levemente iluminado aquel rincón indeseado del mediterráneo. Los habitantes si bien era gente ignorante y en su mayoría analfabeta, el buen corazón era casi denominador común. El único esbozo de destreza en lo científico y matemático se hallaba en los comerciantes locales, que tendían a ser sujetos con un mayor grado de educación encargados de vender ciertos bienes ya manufacturados por otras personas que también vivían en Patrulla. El herrero no tenía ni la más mínima idea de cómo administrar el negocio ni de cuál debía ser el precio impuesto en su producto para generar ganancia, el sastre un poco más de noción tenía en cuanto a los negocios, mas necesitaba un intermediario para conseguir los materiales necesarios y atender a las últimas modas mediterráneas. En general, la mayoría de los comerciantes era gente nacida en Patrulla, pero educada en sitios donde las bibliotecas eran más o menos obligatorias por ley. Al menos existía la posibilidad de salvarse de las tinieblas de la ignorancia, si es que tenías buenos contactos.

Alguna vez en Patrulla existió un bebé que en extrañas condiciones amaneció una tarde cualquiera del mes de marzo, desnudo a cabalidad. Lo más petrificante sin duda eran sus ojos escarlata y su piel nívea. Parecía ser tallado y coloreado por las nubes pero también maldecido por las fogosas llamas del averno. La gente, ignorante por no decir menos, temía del muchacho y de sus ojos. Debido a la locación geográfica de Patrulla, era común ver hombres recios y morenos, con un bronceado labrado por el sol debido a las largas jornadas de trabajo duro, por lo tanto, un bebé con esas cualidades tan septentrionales resultaba un desafío para la escasa inteligencia de los lugareños que intentaban descifrar el origen de aquel muchacho. ¿Una mujer del norte, allí? ¿En la devastación propia de la mente? ¿En la decadencia del ser? ¿En dónde nada bueno nacía? Patrulla era un chiste para los países y pueblos desarrollados, con grandes colosos de mármol y oro que rasgaban el cielo con su índice señalando hacia arriba, al mundo de las ideas, a lo abstracto. El único monumento de Patrulla era el desagüe que tenía como particularidad ostentar más de veinticinco olores distintos. Bajo todo este pretexto, el abandonar un bebé tan extrañamente tallado parecía una broma, o incluso, la manifestación del castigo divino que tanto promulgaban las viejas gitanas y los hechiceros de poca monta que maldecían el ya maldito pueblo al no encontrar nadie a quien embaucar, ni oro ni plata para robar. ¡Había llegado el fin, el tan aclamado fin! ¡El bebé de ojos rojos, la manifestación pura de la desgracia y la desdicha! ¡El castigo divino! Tantas palabras vacías fueron promulgadas por tantas personas repletas de paranoia que el tema en un rato dejó de ser importante, cuando el olor del desagüe volvió a molestar las narices de los pueblerinos.

El chico sin nombre nació y creció siendo víctima de miradas mixtas. Algunos lo veían solo como un pobre niño desdichado que le tocó nacer en un pueblo sin gracia, mientras que otras personas eran partidarias de la crucifixión para evitar el caos que prometían las sagradas escrituras –que por más sagradas que sean, ningún ser humano bien hallado seduciría al asesinato de un pequeño infante-

No sucedió nada anormal desde el nacimiento del muchacho hasta que se dieron cuenta que necesitaba un hogar. El orfanato estaba a todas luces abandonado, la gente que allí trabajaba se había aburrido de cuidar bebés con colas de caballo o con ojos de cocodrilo, nariz de murciélago o alas de lechuza: resultaba agobiante para la salud mental ver un espectáculo quimérico tan desagradable. Como era primera vez que un bebé con rasgos tan finos aparcaba en aquel cuchitril, convocaron a un consejo urgente en el único monasterio del pueblo, para definir así el destino del chico.

— ¡Es una abominación! —Exclamaban las señoras más derruidas y trasnochadas por su ciega fe— ¡Padre, hay que hacer algo cuanto antes!

— ¡Estás loca mujer! ¡Es la voluntad divina, debemos obedecer el destino que nos ha impuesto Dios! —Respondió otra frenética señora.

—Calma, están todos mal. ¿Cómo vamos a abandonar a un cordero de Dios a su suerte? ¡Es un hijo del señor, igual que todos nosotros! —Vociferó el único cura del pueblo ante la multitud expectante— ¡Debemos hacernos cargo de él, aunque aquello nos suponga la muerte!

—Pero padre, ¿y nuestros hijos?

—Él será un hijo para todos nosotros también, y hemos de cuidarlo en conjunto. Ese es el verdadero recado divino, el cuidado de este retoño que nos otorga el cielo.

— ¡Pero nuestros hijos morirán si él resulta ser el anticristo, padre! ¡También moriremos todos nosotros!

— El padre ha hablado y razón no le falta. ¡Es un hijo de Dios, después de todo!

La multitud eclipsaba nuevamente el transcurso del debate. Temían tanto del apocalipsis como cualquier ser humano que el raciocinio pasaba a segundo plano. Los temas divinos era lo que ponía paranoica a la gente y sólo lo mismo podía calmarlas; una explicación divina apaciguadora debía de colmar las llamas del averno que allí irradiaban.

—Bauticemos al engendro y ya está. —Sugirió el comerciante de telas.

— ¡Cuidado con las palabras y el tacto que utilizas para dirigirte a este cordero! —Refunfuñó el padre.

—Pero no es una mala idea. Así podría seguir el camino de Dios, aquí en el templo. —Agregó el herrero— Hasta podría formar parte del coro, parece tener bonita voz.

— ¡Hablando de voz! ¡Padre, no lo hemos oído llorar ni un segundo desde el día que apareció en los matorrales! ¿Está usted seguro que bautizarlo sería buena idea? ¡Podría tratarse del anticristo!

—Eh... —El padre se vio un poco acorralado. Si bien quería zanjar el tema de una vez, no tenía tantos deseos de acuñar al bebé bajo su tutela.

— Es un riesgo que hay que correr. —El comerciante de telas, conocido como el más letrado de Patrulla, se colocó a la diestra del padre en el consejo.

— ¡Qué osado! —Murmullaron algunas voces— Mira que ganarse junto al padre. No ha hecho ni la primera comunión.

—Hermanos y hermanas, hoy probaremos que si de existir un Dios, este puede ser uno de los desafíos que nos encomienda como humanidad. Como bien ha dicho el padre, nuestra labor es acoger a este retoño de la divina trinidad y guiarlo por el camino de las santas escrituras. ¿Qué sucedería si este muchacho alguna vez logra sacar a Patrulla de la ruina como muchos lo hemos intentado, y nosotros aquí balbuceando y sospechando de que es el anticristo sólo por tener ojos rojos como el rubí? ¡Patrañas, nada más que patrañas! ¡Bastardos mucho más feos y desnaturalizados que él ha llegado a este pueblo y no ha pasado nada! ¡Más miedo me daría que a la vieja Inés, la que se ha quejado todo el consejo, le saliera otra protuberancia en la horrible nariz que se gasta!

— ¿Q-qué? ¿Desde cuando lees las escrituras? —Titubeó el padre en voz baja.

—Usted solo hágame caso. —El comerciante trató de convencer al cura con una mirada tranquila, mientras de fondo se oían las quejas de las señoras por el maleducado desplante del susodicho portavoz— Háganos un favor a todos y quédese con el niño. Si algún día le ha de faltar dinero, tan solo me avisa. —La mirada maquiavélica pero los ojos amables y cristalinos del hombre le hizo dar un suspiro pesado al padre.

—Está bien. Lo bautizaremos y se quedará aquí.

Al bautizo del infante asistió todo Patrulla con el traje más elegante que pudieron sacar de la cloaca. Era un espectáculo triste si eras un viajero y se te ocurría entrar al monasterio; un montón de gente pueril en andrajos reunida alrededor de un chico que parecía no ser del planeta en el cual habitaban. Fueron tan fuertes los rumores de la llegada del anticristo y que, además, sería bautizado en el monasterio del padre Dionisio, que gente extranjera al pueblo acudió después de la ceremonia para descubrir que tan extraño era el asunto que se traía entre manos la gente de Patrulla. Sorpresa se llevaron todos cuando escucharon al bebé explayar sus primeros balbuceos justo en el momento del bautizo. Se escuchó más o menos claro la extraña palabra "Aniha".

— ¡Está endemoniado! —Replicó Inés, la vieja quejumbrosa— ¡Es una palabra del infierno!

—Ay Inés, capaz y no tenga ningún sentido. —Suspiró el herrero cansado de tanta patraña.

Una vez el padre intentó otorgarle un nombre al bebé, éste apretó con fuerza el dedo del hombre. El padre, desesperado, cambió inmediatamente el nombre otorgado, pero el resultado fue el mismo.

— ¿No le gusta ningún nombre? —Alzó una ceja el sastre, sorprendido— ¡Mira la cara que pone!

En efecto, el rostro del bebé se desfiguraba en razón de prepararse para el llanto. Roberto, Diego, Moisés, David, tantos nombres pasaron por la boca del padre pero ninguno apaciguó el temple del pequeño.

— Mierda, me cansé. ¡Tu nombre será tu balbuceo, Aniha! ¡Aniha el desgraciado!

Sorprendentemente, ante el espectáculo de poca cordialidad del padre, el bebé se calmó y se echó a reír. Le gustaba su nombre y apodo, por más horribles que parecieran. En el monasterio todos quedaron confundidos y la historia del bebé que balbuceó su propio nombre recorrió todos los vientos del mediterráneo.

Rubí en el NirvanaWhere stories live. Discover now