Capítulo segundo.

9 1 2
                                    



Capítulo segundo.


En aquel momento de la humanidad, Patrulla era un llano pueblo donde sus habitantes no ostentaban la dicha de la felicidad. Vivían para complacer sus necesidades y nada más; no les agradaba la muerte porque, si bien consideraban la fosa común como una indigna manera de ser velado, la última vez que intentaron una cremación en el horno del herrero este no toleró el olor a carne chamuscada que invadió su morada por más de tres semanas. No les agradaba la muerte porque no hallaban un adiós digno a su miserable vida, y eso era lo único que anhelaba la gente de su estirpe. En la verdulería era común hallarse con el anciano Matus, a quien comúnmente se le podía oír blasfemar «Dios me quiere dar miseria hasta en el día de mi muerte».

El temple era melancólico por la bella nostalgia que significó los cimientos de Patrulla para los más ancianos, había siempre un pueblo pequeño, pero jamás tan derruido como ahora. Cuando en el mediterráneo las casas de caña brava eran habituales como para la nobleza el pan y el vino, Patrulla era el paraíso terrenal comparado a otros estados nacientes. La organizada economía, la bondad y humildad de los habitantes atraía la fascinación de los viajeros inspirados por novelas heroicas de autores aún en pañales y que hoy forman parte del clamor popular. La hoguera de la aventura aún estaba encendida en las joviales llamas de un mediterráneo naciente, allí donde se rumoreaba que la humanidad dio sus primeros pasos.

Las religiones rendían culto a un dios, pero eran tantas creencias distintas que las disputas ideológicas y el paganismo era un tema peliagudo en cada pueblo, puesto que distintos rincones de la sierra veneraban a cada deidad que se les ocurría. En una cultura existía el dios del rayo representado en un anciano de dos metro veinte que alguna vez pisó el extenso desierto que separa al mediterráneo de oriente, numerosas hazañas se relataban en las escrituras de su religión. Que si mató a veinte minotauros lanzando chispas de las pestañas mientras dominaba un balón de fútbol, que si hizo retumbar los cielos cuando despertó famélico después de haberse devorado trescientas cebras con lepra, que si preñó a mil mujeres y tuvo mil hijos semidioses varones todos llamados como apodaba a su bícep, etcétera. En las escrituras de la religión de Patrulla se veneraba a un dios misericordioso, cuyo padre además de haberlo enviado a la tierra a sacrificarse, había asesinado a toda la humanidad antes del poblamiento del mediterráneo pero resultaba que ahora quería que la gente se arrepintiera de los pecados que él mismo sembró por el mundo. Aniha nunca entendió estas cuestiones de la religión y cuando oía al padre Dionisio vociferarle plegarias comprometiendo su vida y alma a una cruz, comenzó a comprender lo chalada que era la gente de Patrulla.

El problema de la religión era que se maldecía y se cerraba ante las criaturas mitológicas que de plano existían: ¡Los hombres ave surcaban los cielos cada mañana camino al enorme castillo situado en la cima de la sierra! ¿Qué lógica podía haber en ligar estas criaturas a la invención de un demonio? ¡Los hombres cocodrilo trabajaban en droguerías donde vendían cremas de escamas para combatir el mal de la petrificación! ¡Los licántropos cazaban con arco y flecha las plagas de grifos en los enormes bosques de la baja Germania! Bah, en realidad eran todos cuentos de Félix, el comerciante de telas. Se contaba que tres veces al semestre recorría todo el mediterráneo, visitaba la baja y alta Germania, sacudía sus telas y almorzaba como rey en Hispania, se emborrachaba en vino y seducía a las preciosas mujeres admirando las bellísimas maravillas en Galia, depositaba sus mil quinientos Huáscares occidentales en Helvetia dentro de una cuenta de ahorro que su madre le había dejado antes de morir y ser velada en la mismísima capilla Sixtina. Las historias de Félix eran un arte para Aniha, le pintaba un hermoso mundo colores claros donde la fantasía era real como para el pobre los ratones en las alcantarillas. Para el padre Dionisio, tener la presencia atea y derrochadora de Félix era más un despropósito que un favor para el niño que se criaba bajo influencias meramente religiosas.

Aniha ya tenía para entonces cuatro años. Salía a cazar ratones con el báculo postrado en oro del padre Dionisio antes de que lo atraparan en las sucias callejuelas detrás de la choza del herrero, observando lo cálido que se veía el fogón dentro, sin saber que Iván el herrero sudaba como puerco cocinado vivo. Debía no salir del monasterio o sería duramente reprendido a la fe divina: veinticinco correazos en el trasero igualito a los que recibió el mesías cuando fue entregado a la cruz. Inés ya no salía de su casa, husmeaba con pavor por la ventana escondiendo sus arrugas y nevada cabellera detrás de la cortina para ver cuantas lauchas correteaba el anticristo. Lucas el sastre prestaba sus servicios para la confección especial del traje que vestiría Aniha el día de su primera comunión, donde finalmente entregaría cuerpo y alma al mesías y salvador del multiverso en expansión. Frecuentemente, cuando el ya castaño muchacho de piel nívea y ojos rubíes simulaba ser un caballero de la Orden Sánscrita y sacudía el báculo orificado al cielo, éste le relataba lo peligroso que podía resultar el mundo y el cuidado con el cual debía de andarse ante extraños. Lucas era un hombre humilde, noble y a diferencia de algunos otros obreros en Patrulla, le costaba ver maldad en el corazón del pequeño Aniha. Otorgaba la mayor parte de su tiempo en obras de caridad y sin él, el anciano Matus hace tiempo ya hubiese perdido el acceso al mágico brebaje que aún lo mantenía en pie escupiendo contra cualquier clérigo que se le acercase.

Héctor era el encargado del único establo del mediterráneo donde no había caballos. Tuvo que sacrificarlos todos y, bajo la orden del padre Dionisio, encomendar su carne a los demás pueblerinos que padecían de la famosa cólera latina, pues en la carne de caballo se rumoreaba que se encontraba la cura a dicha enfermedad. Debido a esto, había generado un profundo rencor a cualquier actividad o autoridad eclesiástica que le dictara qué y cómo debía hacer con su rebaño. Inevitablemente la aparición de Aniha le provocó un sentimiento de karma, el anhelo del fin del pueblo que había quitado injusta e infructuosamente su sustento de vida, pero tras el bautizo y la adopción del niño, solo le parecía una pérdida de dinero que debía de entregar al monasterio en forma de impuestos. «No tengo ni un Huáscar y tengo que pagarle el pan, la gallina y el trigo a un mocoso que no soportaría tres días en la sierra», «Me levanto cuando el sol sale y me acuesto cuando el sol se va y sólo puedo ver como a este pueblucho se lo comen los ratones», o también la bullada y típica frase« ¡Me iría de esta mierda si aún tuviera mis caballos!» todas ellas eran típicas quejas y bullicios que Héctor blasfemaba en cada consejo vecinal que se realizaba en el monasterio una vez por mes.

No había mujeres hermosas en Patrulla, según los exigentes varones. Es que en general no había gente atractiva en el pueblo, el cansancio y la melancolía había derruido los párpados y las facciones de bellos y limpios rostros que se erguían en la juventud. Norma, la encargada de la verdulería, era la mujer más entrada en años en Patrulla y la ex mujer del anciano Matus. Miraba con indiferencia como Aniha husmeaba las desnutridas manzanas, frotaba su rostro con las amoratadas bananas y olía las ennegrecidas espinacas hasta que la anciana le golpeaba la mano con una piedra proveniente de su particular tirachinas. Muchas leyendas contaba Félix al pequeño Aniha sobre la anciana Norma y su especial precisión con las armas a distancia.

— ¡Ya te dije que no, mocoso! —Regañaba con ímpetu la entrada señora— Jamás llegué a tocar un arco en mi vida. Mi padre me decía que eso era para hombres.
— ¿Por qué? —Preguntaba con inocencia el pequeño.

En su mente consideraba inaccesible que una mujer con la destreza de Norma no hubiera blandido jamás un arco y flecha, mientras Félix le relataba que una vez esa misma señora que acertaba a su dedo índice cuando quería acariciar una lechuga le atinó con una flecha incinerada al ojo número cien del legendario Argo Panoptes, el mitológico gigante de cien ojos. El padre Dionisio también le contaba historias que alentaban la visión machista de Norma sobre las armas y la guerra: solo pertenecía a los hombres.

Sobre Dionisio muchas cosas se cuentan, pero la más enigmática se remonta hace cuarenta años cuando Patrulla fue invadida por una manada de licántropos. Dionisio, en su naciente fe ciega, se encerró en el empobrecido monasterio negándose lo que veían sus ojos. No bien cuando saquearon todo lo que se pudo, el joven sacerdote salió de su escondite como si nada hubiese pasado y predicó la palabra del señor para acoger las plegarias de piedad que se oía en las callejuelas devastadas. Ese mismo día el anciano Matus había cosechado los tomates que su en ese entonces esposa Norma plantaba en el bello huerto a las orillas del río que escoltaba Patrulla y, con las últimas especies que pudo rescatar ante la invasión de los licántropos, llenó el monasterio y a Dionisio de tomatazos hasta que ya no dio más su vigor.

El día más confuso y recordado desde el nacimiento de Aniha fue cuando huyó del pueblo, y al mismo tiempo, una pandilla de hombres ave vino a buscarlo en nombre del imperio. El problema fue que los hombres ave fueron encomendados bajo la descripción de una Patrulla gloriosa y próspera, de los días cuando el pueblo aún mantenía contactos con la capital e incluso le proveía una cantidad importante de frutos sembrados por Norma. Las bestias aladas, ignorando la decadencia del pueblo, se perdieron ante la inmensidad mediterránea y la anécdota no llegó a ser más que un rumor que se extendió de pueblo en pueblo. «Buscan al anticristo» pregonaba cada pueblerino en la zona adyacente a la derruida comarca de Aniha. Hector recordaba haberle blasfemado directamente al muchacho «Para peor, por tu culpa vienen las bestias de la capital» lo cual infirió fue el causante de que horas después desapareciera en la extensión de la nada. Se fue cinco días y cuatro noches, Patrulla y los pueblos aledaños que de alguna manera se habían encariñado con la leyenda del muchacho, se encomendaron en la búsqueda del castaño que había vuelto a darle un tono de fantasía a aquel rincón olvidado del mediterráneo. Héctor tuvo que pedir disculpas públicas en el monasterio por lo blasfemado ante el muchacho ya que el viejo Matus le había oído claramente en el acto a pesar de su media sordera, pero se enfureció cuando recurrieron a lo eclesiástico para perdonar la mala leche de Héctor.

— ¡Hasta cuando el cobarde de Dionisio sigue perdonando a la gente jugando a ser dios!
—Don Matus, es mejor olvidarlo por un rato. Hay que buscar al renacuajo. —Comentó Félix con una simpatía casi anti atmosférica.

El muchacho volvió solo. Casi desnutrido, sucio como un perro callejero, repleto de rasguños que habían tardado unos días en cicatrizar y para más remate, con un zorro rojo bebé en sus brazos. «Se lo iban a comer los indios» Replicó el muchacho antes de estallar en llanto y ser abrazado maternalmente por la anciana Norma, quien también humedeció sus envejecidos párpados secos ya debido a décadas sin derramar ni una sola lágrima. Ver a Aniha con el animal más exótico posible y en el estado más puro de abandono le provocó pesar hasta a Héctor e inclusive a las señoras más fanáticas que todavía lo consideraban como el anticristo. ¿Pero un zorro rojo? ¿Ahí? Félix argumentaba que ni en la baja Germania había visto un zorro tan bello y de pelaje tan fino como ese, y que aquel descubrimiento solo podía ser obra de un ebrio destino, o de la más extraña casualidad posible.

Rubí en el NirvanaWhere stories live. Discover now