Capítulo tercero.

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El día que Aniha desapareció del pueblo causó un estremecimiento emocional en cada pueblerino, mas no cabalmente por la ausencia del muchacho y lo peligroso que resultaba el exilio de un infante, sino que porque significó un duro golpe a la estrechez de mente de los más conservadores. Después de tanto había llegado alguien nuevo a Patrulla, había cambiado el patrón rutinario y repetitivo de los días miserables y melancólicos, pero algunas personas no supieron valorar el valioso momento que el divino firmamento les había entregado.

Héctor adjudicó la fuga del chico a su pésima actitud con él, y en efecto esto es una muestra de arrepentimiento que vino tras sus palabras despectivas, pero no fue el motivo del muchacho para irse de Patrulla. Antes de que Aniha supiera que cosas pretendían los hombres ave o el por qué realmente lo buscaban –respuesta que halló años después- el sintió unos deseos incontrolables de atravesar el horizonte divisible ante la sierra.

En ese entonces y según las palabras del mismo Aniha mucho más tarde, el horizonte incógnito más atrapante y repleto de misticismo era la enorme sierra selvática. Impensable fue después, para las personas que transmitieron el relato épico del muchacho, la existencia de un ecosistema tan bello en un lugar tan tétrico como el que terminó siendo el mediterráneo, era como mezclar los paisajes tropicales precolombinos de la nueva América con la desértica tierra al sur de la cuna del hombre.

Al sur del mediterráneo –la famosa cuna del hombre- y de los atlantes, donde el continente abarcaba naciones que conocían el sur de las aguas del Atlas, se creía que existían bestias salvajes con el cuello tan alto que sus capilares rozaban el cielo y que eran tan negras que los religiosos creían que mientras dios guiaba al pueblo prometido, al resto de su creación se olvidaba de darles la noche y el frío. Antes de que se desvelara el misterio que se resolvió muchos años después de la muerte de Aniha, cuando comprobaron que los del sur eran personas tal y como cualquier otra, tanto la gente religiosa como la escéptica –un poco a modo de burla a los primeros- le llamaban a la zona "la tierra del dios Shamash" donde popularmente se creía que el sol jamás dejó de brillar y sofocar desde el día de la concepción del hombre. Por todo lo mencionado y si bien en la región de los atlantes dentro de la influencia del monte Atlas la situación era bastante diferente a las tierras de Shamash, era difícil ver tierras tan fértiles y verdes lejanas de la desembocadura de los más grandes ríos.

Las regiones que se encuentran al este del monte Atlas y la que prácticamente dividía al entonces "civilizado" mundo conocido con la barbarie bélica que se desarrollaba en la desconocida tierra de los hombres de ojos rasgados, se le conoce hasta el día de hoy como Levante del Mediterráneo, o simplemente "Levante". Allí se encuentra la región del Beth Narin erguida entre los dos legendarios ríos que muchos religiosos acuñan al nacimiento del hombre. En aquella región se alzan muchos estados y pueblos, algunos indecisos o sin deseos de pertenecer a alguna soberanía. Es aquel el lugar de nacimiento de Patrulla, el único pueblo adyacente a estos dos ríos que en ese momento de la historia ya no prosperaba. Como una especie de maravilla divina hubo alguna vez paisajes montañosos tropicales en el Levante que solo los bendecidos que vivieron aquel período de la historia disfrutaron, y para quienes tuvieron la dicha, era un espectáculo hermoso y atrapante.

Aniha descubrió aquel día de su infancia lo mucho que le atraía la naturaleza y lo bella que podía llegar a ser la mano divina en caso de existir. El padre Dionisio le relató la historia a modo de parábola de cientos de imperios que se construyeron en el Levante y que cayeron a manos de la avaricia y ambición del hombre por conquistarlo todo, pero ¿quién no querría ser dueño de tanta hermosura? Crecer en un sitio tan empobrecido como Patrulla estaba llenando de desdén el tierno corazón del pequeño, le excitaba la idea de explorar el pulmón verde de la tierra a cabalidad. A su cortísima edad, comenzaba a atraerle la idea de alzarse tan alto hasta acariciar las nubes, corretear entre árboles respirando el viento que los abrazaba una y otra vez, en un cíclico vaivén donde la naturaleza se besaba constantemente.

Entonces llegó el día donde las palabras del ser humano no le parecieron nada más que vestigios de un corazón corrompido por la falta de dios a quien solía asociar a la naturaleza, debido a la incapacidad cognitiva del muchacho de rechazar todavía a la deidad como se planteaba. Aniha relataba a sus compañeros de cuantas prisiones llegó a visitar lo mucho que había anhelado subir un verdadero árbol, debido a la debilidad con la cual crecía la vegetación en Patrulla. Así pues huyó como tantas veces lo hizo del monasterio, pero esta vez huyó del pueblo. Sus pies se movieron por inercia, simplemente corrió cuando nadie le tenía puesto un ojo encima. Corrió hasta que sintió sed, cansancio y frío, pero avanzó con una tenacidad mágica para un niño de cuatro años. Falleció ahí su alma sedienta y exhausta, en medio del edén que parecía Levante cuando se estaba fuera de Patrulla. Descansó su cuerpo junto a una ruta escoltada por tantos árboles como cabía a la imaginación. No sintió frío pues en el estupor del sueño sintió como una cálida energía rodeaba su agotado cuerpo. A la mañana siguiente, se levantó sobreexcitado por estar rodeado de tanta belleza: las hojas de los árboles así como el césped eran humedecidos por frío de la noche, pero el radiante sol que se imponía sobre la sierra secaba y relucía lo más verde de la vegetación. El graznido de las aves mucho más bello que la lira que intentaba tocar el padre Dionisio, el cantar de la Gaia le compadecía sin duda un espectáculo mil veces más agradable que los ruidos pretendiendo ser música que había escuchado hasta el momento.

Siempre rodeado de una inesperada y majestuosa suerte en este trayecto tan osado, engulló cada fruta que encontraba pendiendo de los árboles. Las manzanas y ciruelas eran mucho más jugosas y gordas que las desnutridas frutas que paría el huerto de la señora Norma. Incluso orinar fue un espectáculo apolíneo, ya más adentrado en años Aniha hacía la analogía de como rociar un árbol con tus propios desechos obedecía a un ciclo natural mucho más gratificante que hacerlo en las cortinas o en un balde pestilente. Su objetivo era la sierra, pero parecía tan lejana que se notaba que le faltarían días y meses para llegar allí, mas siguió avanzando hasta que nuevamente se rindió al cansancio. Fueron así tres días y dos noches, hasta que parecía que la suerte lo estaba dejando de lado, puesto que la última noche pasó un frío incomparable al que lo había despertado más de una vez en el monasterio. Poco a poco dejaba de ser tan bello cuando el viento desordenaba su cabello por la soledad e inseguridad que comenzaba a sentir ante tanta grandeza natural. En un comienzo había abandonado los siempre magníficos esbozos de la civilización, valga la redundancia, más civilizada, como relataban los cuentos de Félix, mas ahora anhelaba el llegar a un sitio conocido para poder descansar y extrañaba a alguien que le deseara las buenas noches. No era simple indecisión, se trataba de un momento crítico de abandono infantil –no por responsabilidad de nadie en particular- y lo problemático que significa para la mente de un pequeño infante la ausencia de aquella figura protectora.

El momento crítico fue cuando al caer la tercera noche, escuchó repentinamente una caravana a lo lejos de la ruta. Era impetuoso el galopar de los caballos que oía el muchacho, por lo cual decidió esconder su delgado y pequeño cuerpo en el arbusto más espeso posible. Inquietantes temblores le hacían insoportable su primera situación de peligro real, puesto que lo único que lograba comprender el muchacho era la lejanía que comprendía su escondite de su hogar. Cuando los caballos azotaron con violencia su rango de visión, Aniha pudo vislumbrar el en realidad rápido pero lento a sus sentidos declive de los dos caballos que conducían la caravana. Los corceles estaban heridos por lo que parecían ser unas flechas, como las que había descrito una vez Félix relatándole las increíbles odiseas de Norma. Tenían una flecha en cada ojo inyectada con una precisión milimétrica: parecía que los últimos metros recorridos había sido un último disparo de frenesí. De la caravana que era bastante más grande para solo llevar pasajeros, salieron chamuscados las tres personas que ahí habitaban. Con el frenético desplome de los caballos, el choque y el desastre del vehículo fue de proporciones importantes, por lo cual el golpe que se llevaron los tres individuos tanto contra los caballos como contra el piso les debió haber causado una muerte instantánea. Aniha admiró perplejo la extrañísima situación que sus rubís estaban viendo, un sentimiento de náuseas tremendo se apoderó de sí cuando vio las flechas impactadas contra los corceles. Tuvo que aguantar unos minutos para salir de su escondite, lenta y gallardamente tragó saliva mientras se acercaba al lugar del crimen. Echó un breve vistazo a la cabina donde iban los hombres en la caravana, pero aquella grotesca escena le provocó la expulsión de todo lo que había comido aquellos días. La muerte humana había sido un tabú que el padre Dionisio jamás quiso detallarle a Aniha y el muchacho en cuestión aún no se hacía las preguntas filosóficas necesarias para llegar a ese específico punto de la vida donde todo se acaba. La imagen obscena no tenía comparación de lo que significaba el desmembramiento de ratones que había visto en Patrulla: si bien aquello le causaba suficiente asco, lo visto allí no tuvo comparación alguna. Los sesos, cabezas rotas y sangre por doquier fueron demasiado para un niño de cuatro años: aquella imagen lo perseguiría por un buen tiempo.

Aniha vomitó con tal fuerza que llegó a llorar de dolor en la garganta. Una vez levantó el cabeza, asqueado por sus propios deshechos, observó una mirada que jamás había visto en su breve vida. Unos ojos pequeños y una figura enardecida como las llamas de la hoguera donde se quemaban los desechos en Patrulla le observaba tímidamente en la cola de la caravana. Aniha, perplejo, intentó acercársele, mas la pequeña bestia atinó solo a huir despavorida del lugar. Siempre que llegaba a este punto de la historia cuando la contaba a conocidos, el castaño no podía evitar humedecer un poco los ojos y sonreír casi pidiéndole misericordia a la raza humana.

—Entonces me acerqué a lo que parecía ser la bodega de la caravana... —Sostenía un breve silencio— Y recuerdo echar una tímida mirada al interior. Había un olor invasivo, ahora lo relaciono como a pelaje húmedo de perro. Entonces lo vi, había decenas de cadáveres de zorros, desde pálidos hasta rojos.

Suscrito a una palidez que extremaba su ya nívea e innata piel, las pupilas del infante se contrajeron hasta ser un pequeño punto en el infinito del burdeo de su iris. Cientos de cadáveres de animales que jamás había visto en su corta vida permanecían uno a uno alineados, formados como para una especie de presentación morbosa. Sus débiles piernas cedieron ante la indignación que la moral le provocaba, sucumbió ante una ferviente pena y miseria misma: como si él fuera el responsable de dicho magnicidio. El pequeño animal le observaba escondido, temeroso, apenas si podía sostener sus pequeñas patas y no conocía el lugar en el que estaba. El zorro había, de alguna forma que explicaría Aniha años después, pasado inadvertido en el pezón de su madre mientras le amamantaba. Ahora, su progenitora no era más que un cadáver entre la multitud que allí yacía pudriéndose quizá hace cuantos días. Aniha golpeó su cabeza contra el piso estupefacto, sin creer y sin entender por supuesto que significaba tanta crueldad.

—Era pequeñísimo. Más chico que una lágrima en el océano. —Relató Aniha después en prosa— No podía hacer nada por los zorros, aunque en mi cabeza intentaba hacerlo todo.

Unas pisadas irrumpieron el bosque y la incomodidad del chico. Rápidamente miró al pequeño cachorro con sus grandes ojos fijos, quien correspondió a la mirada. Los castaños ojos del animal se iluminaron como un reflejo ante los rojizos ojos de Aniha, y allí mismo, ante la caravana, en medio de un bosque ebrio de belleza y muerte: el pequeño cachorro comprendió. Su alma vagó dentro de los ojos del muchacho y se reposó en la tranquilidad e inocencia de su joven espíritu, un extraño confort mutuo que sirvió de excusa para huir inmediatamente del lugar. Ambos sabían que estaban en peligro porque ninguno de los dos se suponía que debía de estar allí. Aniha corrió hacia el cachorro y el susodicho animal se lanzó con la débil fuerza de sus aún no desarrolladas piernas al regazo del chico. Aniha lo escondió como pudo bajo sus andrajos que bien parecían un saco de papas y allí, siendo confidentes de un calor que iba más allá de lo simplemente físico, huyeron en espíritu de aquella terrible escena del crimen.

Aniha corrió con el sol derritiendo su frente y con la luna escarchando sus mejillas. Las estrellas guiaban la suerte del muchacho, como si el firmamento fuese el único modelo maternal del chico. Las estrellas, la vía láctea, las constelaciones, de alguna manera Aniah sintió que debía correr hacia donde tres brillantes estrellas formaban un arco. Años más tarde aquella constelación recibió el nombre de "El arco vulpino" otorgado por un famoso astrónomo inspirado en las leyendas de Aniha, astrónomo que además convenció a la civilización que la tierra era redonda como una naranja.

Así fue como volvió a Patrulla un infante de cuatro años perdido a su suerte en un bosque. Los indios lo estaban persiguiendo, o eso creía: las leyendas de Félix sobre los indios relataban unas violentas criaturas que se movilizaban en grupo y asustaban corceles con flechas. Suponía que los caballos vistos eran los corceles mencionados y que aquellas flechas pertenecían a manufactura "india".

— ¡Un maldito zorro, la mierda que nos faltaba! —Exclamó Héctor furioso en el consejo del monasterio.

El monaguillo, hijo del herrero, lavaba al animal mientras Aniha bebía la horrible leche de Patrulla encerrado en su cuarto. El castaño se afiebró casi un mes y estuvo al borde de la muerte varias veces durante ese lapsus, hasta que una increíble e inesperada defunción rehabilitó al muchacho de su peste.

—Los zorros son animales mágicos y no hay ninguno en Levante. —Agregó Inés— ¿No basta eso para decir que el niño es tan misterioso como lo es una vaca con orejas de burro?
— ¡Ustedes no han visto un zorro en Levante porque nunca han salido de este mugroso pueblo! —Contestó Félix, enfadado hasta los pulmones— Claro que hay zorros en Levante, zorros rojos, pálidos, ¡hasta amarillos y con tres colas, carajo! Si son mágicos es problema suyo, pero eso no quiere decir que el chico esté embrujado.
—Don Félix, ¿no cree ya que es demasiada coincidencia? —Inquirió la dueña del triste e inhóspito bar de patrulla, la joven Krishna. Según Matus, sería bella como una germana si no fuese tan cochina y malhablada— ¡Es pálido como mis nalgas, ojos rojos y tiene un desgraciado zorro!
—Silencio. Si estamos aquí, es porque estamos expuestos a la voluntad de dios. Si dios quiere que haya un animal así, hay que recibirlo con los brazos abiertos como así también recibimos a Aniha. —Puntualizó el padre Dionisio.
—Aniha no ha sido para nada un problema a Patrulla. —Afirmó Norma, una de las más duras con el muchacho— Y como decía el salvador, el que esté libre de pecado que lance la primera piedra.
— ¡Claro que no, Norma! ¡No hay ningún problema con él, pero la comida de su almuerzo sale de aquí! —Héctor sacó sus tristes bolsillos vacíos de sus pantalones.
—Calla de una vez, puta madre. —Lucas se alzó en medio del monasterio. Los demás guardaron un perturbado silencio ante el soez lenguaje del sastre— Eres envidioso, mediocre y rencoroso. Si tienes algún problema con el muchacho, ¡pues vete de una vez del condenado pueblo, maldición! —Exclamó en la casa del salvador—Fuera un perro de un hijo mío, del monaguillo hijo de Iván, un gato negro de Félix o incluso una rata de Norma no habría problema. ¡Pero como es un animal del muchacho maldito todos pierden la cabeza en este antro de mala muerte! ¡Que perdida está la humanidad! —Lucas caminó furioso hacia la puerta y antes de azotarla se dirigió nuevamente hacia la asamblea— Y si hay algún problema con que el muchacho viva o muera bajo los confines de esta putrefacción, tráiganlo a mi casa que mi esposa le cocinará con gusto, y no con plata del cochino Héctor.

Allí se fue el hombre más valiente después de Matus que pisó Patrulla. El único capaz de maldecir en un monasterio y agitar la puerta erguida en el recuerdo del salvador.

Matus, en el momento del consejo, se encontraba con el afiebrado muchacho en su habitación. Conversaban sobre lo que había sucedido y Matus aprovechaba de relatarle algunas historias de su juventud que tanto disfrutaba el chico en todo momento. Pero aquella situación no era la indicada. El júbilo de Aniha se había extinto y en su mirada solo se veía un vago intento de atención casi por mero compromiso con el anciano. Matus fue el primero antes de Félix en darse cuenta de la gravedad del resfrío y advirtió a la gente del pueblo que si en realidad apreciaban al muchacho, hacerle algo funesto al zorro sería lo más cercano a asesinarle el espíritu al chico. Aniha deseaba ver al animal en todo momento y el deseo de abrazarlo recordando el triste escenario donde lo encontró era su único motivo para seguir despierto. El monaguillo mantuvo apresado al zorro por unos días a orden de Dionisio a la espera de que un experto en animales domésticos diera el visto bueno para el mantenimiento del animal, debido a las opiniones vociferadas en el consejo. Matus en uno de estos días donde el vulpino era apresado, le robó un desnutrido tomate a su ex mujer y con los últimos vestigios de vigor lo lanzó a la ventana de la habitación de Dionisio en el monasterio.

— ¡Pásale el zorro, hijo de puta!

Esa misma tarde Iván lo alimentó por última vez junto a su hijo y lo llevaron al cuarto de Aniha. Ebrio de estupor, Aniha intentó levantarse con el mismo ímpetu que le caracterizaba, pero un profundo mareo debido al brusco movimiento lo mandó directo a la inconsciencia. Al menos, estuvo más tranquilo junto al tímido y confuso animal que había orinado casi todo el monasterio en represalia a su prisión.

Rubí en el NirvanaWhere stories live. Discover now