Capítulo quinto.

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Capítulo quinto.
El progreso tiene sus costos, es evidente. Mientras Patrulla crecía y crecía, mientras profesionales extranjeros llegaban e inclusive se levantaban escuelas otorgando la educación no para los más acomodados sino para todo el pueblo joven, Félix sucumbía más y más ante una extraña tiniebla que nadie era capaz de vislumbrar con claridad.
Las carreteras que antes estaban llenas de agujeros y hoyos donde los conejos y ratones armaban sus nidos, ya se encontraban simétricamente pavimentadas por ingenieros extranjeros traídos, según Félix, de Germania. La arquitectura nueva era variopinta, la mezcla colorida entre la piedra y la madera bellamente barnizada erguía edificios simpáticos y de tono medieval, con eternas antorchas que jamás dejaban de fulgurar. Tuvieron que ampliar la posada y la taberna porque la cantidad de viajeros nuevos era importante. La gente comenzaba a relacionarse nuevamente con culturas extranjeras y principalmente con gente del Beth Narin: la región entre ríos donde se extendían los imperios más importantes del mediterráneo.
— ¿Son una región autónoma?
Esta fue una pregunta constante por parte de los aventureros que incomodó más de una vez a los pueblerinos de Patrulla. Los extranjeros llegaban con sus cuentos de guerra, con sus licores variados y generalmente con el malhumor típico de la gente perteneciente a imperios. Las peleas comenzaban a ser cosa de todos los días en la taberna y a las afueras de la nueva panadería inaugurada por Dalia, ex doncella que se encontraba en medio entre la más chica y la más grande en términos de edad.
La belleza de las mujeres en Patrulla, antes completamente renegadas a solo un concepto fugaz que alguna vez existió en el pueblo, volvía a ser codicia por parte de los enfermizos hombres del mediterráneo. Las pequeñas muchachas que ya eran niñas cuando Aniha llegó al pueblo, estaban creciendo y se adaptaban a los estándares de belleza y estereotipos que adquirían de las mujeres que acompañaban a los aventureros. Pero su ferocidad era innegable: jamás en el Levante existieron mujeres más independientes y fieras que en Patrulla: Félix había sido promotor enérgico de la inclusión de la mujer en todos los aspectos de la vida laboral y social, cosa que no había sucedido en el pasado en el pueblo. Las adolescentes eran entusiastas con el estudio a puntos donde la materia intelectual caía casi exclusivamente sobre las mujeres, asimismo la fuerza juvenil a la hora de caza y demás servicios locales cada vez estaba erguido con más mujeres. Aquella fraternidad local por parte de los jóvenes hacía toda esta inclusión mucho más sencilla: estaban contentísimos de salir a cazar con las pequeñas con las que antes, hace años, asistían a coro todos juntos.
—Tuve que pelear para conseguir esta verdulería. Muchos hombres no se tomaban en serio mi trabajo, así que les pegaba entre ceja y ceja con una piedra de obsidiana desde mi resortera. ¿Bonito, no?
Norma por supuesto fue defensora de los cambios porque solo así entendía que Patrulla podía avanzar en un bien común y social: abstenerse al conservadurismo sería contribuir al perpetuo letargo del pueblo.
Los hombres y su desenfrenada sed de lujuria ante las indefensas muchachas del pueblo volvían a ser un problema a la interna y a la externa: Félix no hacía más que encerrarse todo el día con llave apenas volvía de sus interminables viajes al extranjero. Solo se limitaba a traer profesionales nuevos y planificar obras para atraer el turismo en pos de ofrecer una alternativa regional distinta, pero muchos problemas sociales estaban quedando al debe. La juventud de Patrulla, constituida por los jovencitos que asistían a coro en la iglesia –en su mayoría hijos de los funcionarios de la Patrulla decadente- ahora ya con más noción de combate y constituidos muscularmente a pura proteína de las vacas de Héctor, eran el motor de control ante estas situaciones. El problema es que no eran tantos como para estar en todos los sitios, así que las bestias como Iván el herrero y el mismo Héctor estaban al tanto ante estas situaciones. Lucas, que más escuálido era que proteico, se erguía alto como un farol y así también sus hijos y que bien entrenado se hallaba por parte de las antiguas artes del hacha gracias a Iván, parecía uno de esos horribles elfos oscuros que con un golpe son capaces de abrirte el pescuezo y chuparte el alma.
Para atender a los heridos que se gestaban en más de una riña, estaba uno de los hijos de Héctor que volvía de la universidad en Galia a petición de su padre. Había terminado la parte más pesada de sus estudios en medicina, pero sus deseos y amor por el pueblo, además del júbilo con el cual le hablaba su padre sobre este nuevo proceso, le alentó para volver y levantar una solicitud de construir un nuevo hospital. Félix, cada día más ojeroso y débil, se demoró poco más de un mes en tener el edificio solicitado, al más puro estilo gótico de la vieja Europa. Nadie comprendía de donde estaba sacando tanto dinero y mano de obra mientras que los pueblerinos aún pagaban con cebada mientras que el oro que se reunía en las tabernas, posadas y demás servicios era requisado por la gobernación.
Los consejos vecinales no se llevaban a cabo desde hace poco más de dos años. Félix ya ni se pasaba por el pueblo y cuando llegaba, estaban tan atareado en solicitudes de obras que no tenía tiempo para organizar reuniones, así que dejaba la organización del pueblo a los trabajadores para que ellos levantaran las peticiones necesarias. La última reunión que hubo, la presidió uno de los trabajadores de la gobernación, un extranjero de Hispania que Félix había contratado como contador. La evidente ignorancia del hombre ante los asuntos de la aldea conllevó al desgano de los pueblerinos por realizar dicha reunión, así que siguieron sus vidas sin la existencia de nuevos consejos vecinales y con Félix como un líder esporádico.
El tema del oro y los huáscares, la moneda oficial de los pueblos del Levante, era de suma preocupación para los aldeanos. Se estaban cansando de ver como remuneración solo comida que ya ni salía de los huertos de Norma, sino que era cebada extranjera, más dura, compacta y deshidratada que la local. La gobernación parecía volverse más y más rica, pero Félix no malgastaba el oro y el Huáscar en lujos innecesarios, sino que se encargaba de traer gente y construir las obras solicitadas. Una vez que cada viernes la posada se llenaba hasta el punto que los que no alcanzaban a pedir un cuarto se decidían por dormir en las bancas de la nueva plaza central del pueblo, que la cerveza de la taberna, también local, se agotaba para el resto de la semana, que los cazadores tenían que levantarse tres horas más temprano porque ya no quedaba carne en la carnicería para el día siguiente, fue cuando el tema del oro y el Huáscar comenzó a molestar como una piedra en el zapato. Encima los comerciantes extranjeros que estaban prohibidos, pero que nadie les fiscalizaba, terminaban cediendo ante el intercambio de sus materiales por cebada. Había oficiales gubernamentales en cada servicio de la aldea cuya paga fuese en oro o Huáscar que sacaban cuentas a finales del día, y si faltaba dinero se pagaba con la recién inaugurada cárcel, en los confines de un subterráneo tan herméticamente construido que parecía una sala de torturas a escala de grises.
El tema del calabozo subterráneo fue la gota que derramó el vaso. ¿En serio estaba dispuesto Félix a encerrar a sus compañeros, los mismos con los que había erguido nuevamente a la gloria a Patrulla? Esto, sin duda, no se quedaría así.
Aniha, por otro lado, vivía un mundo completamente distinto a la rabia del pueblo. Asistía al colegio todos los días, mas no duraba un rato sin aburrirse de las clases y fugarse de las mismas. No entendía nada que los profesores extranjeros decían y sus costumbres le parecían raras y fantasiosas, como si el resto del mundo fuese poblado solo de gente loca y ridícula. A los diez años llegó a ser expulsado del colegio por sus constantes fugas e inasistencias y hace rato había dejado de ser tema para el control de Lucas, el simplemente dejaba al muchacho ser.
—Aniha no está hecho para aprender las cosas en un aula, él quiere ver el mundo con sus ojos y a su manera.
El muchacho, inquieto e incansable, ayudaba en todo lo que podía hasta que el cuerpo no le daba más. Traía tanta cebada a su casa que Lucas y su esposa aprendieron a cocinarla de mil maneras distintas y a almacenarla por si podían venderla en barriles algún día. El muchacho inseparable junto al zorro sin nombre que crecía a un ritmo de caracol, se había vuelto hábil en la caza, corte de carne, manufactura de ropa, había aprendido a fundir y a mejorar armas y su habilidad persuasiva había mejorado increíblemente, mas como dice el dicho: el que mucho abarca, poco aprieta. El único rubro donde Aniha destacó más, fue en su evidente talento con la resortera. La tenía hace tanto tiempo que su precisión era despampanante incluso para los viajeros que bien armados estaban con su arco y flecha. Detrás de Iván el herrero, en el campamento de cazadores, el mismo Aniha había levantado la solicitud de construir un campo de entrenamiento con dianas y demás muñecos para probar la habilidad de los extranjeros.
— ¡Eres muy malo con el arco! —Exclamaba el muchacho a los aventureros para después largar a reírse— No le darías ni a un bisonte aunque lo tuvieras en frente.
Generalmente este comentario traía rabietas y de vez en cuando algunos golpes por parte de los aventureros al muchacho, que desgracia desconocían absolutamente el rol armonizador que jugaba aquel ojirrubí en el pueblo. Si le ponían una mano encima, era asunto serio para la comunidad.
— ¡Asqueroso y condenado pueblo! —Exclamaban apresados los que atentaban contra Aniha— ¡Maldito muchacho mimado!
Aniha no terminaba de entender por qué tenía tanta protección y le dejaban siempre salirse con la suya. «Son órdenes de arriba» respondía cada matón de la gobernación que casi siempre se hallaban en los campos de entrenamiento, vestidos con obsidiana hasta el cuello. ¿Tan protegido tenía Félix al muchacho? ¿Lo estaba malcriando utilizando su jerarquía estatal para protegerlo? Lo cierto es que nadie esbozaba ni un solo pero cuando eran espectadores de susodicho espectáculo. «Es un niño después de todo» justificaban los pueblerinos, «Yo haría lo mismo si fuera Félix».
Aniha nunca sospechó nada raro sobre las acciones de Félix para controlar los ingresos del pueblo, además de que los adultos controlaban sus conversaciones ante la presencia de los niños. Lo cierto es que ya se estaban organizando, tras varias cartas de reclamo a la gobernación que fueron ignoradas como cual burocracia de un estado moderno. Habían coordinado una protesta a las afueras de la gobernación en medianoche del mismo jueves. Era martes y los adultos ya ansiaban alzar sus antorchas frente al enorme portón de madera que se alzaba en medio del pueblo, frente a la plaza.
Lo único que podía ser capaz de detener una manifestación, era otra manifestación. El miércoles al atardecer, trompas imperiales que alzaban estandartes del Beth Narin hicieron su aparición en el horizonte de Patrulla.
Solo una vez habían sido testigos los habitantes más antiguos de Patrulla del olor a pelaje húmedo en las mañanas que se contagiaba con el aire. El hedor de los licántropos se sentía a leguas en cualquier sitio y era la principal alerta para las personas y animales de la presencia de dichas bestias: ahora el real problema era ser capaz de huir antes de que ellos te engulleran.
Los licántropos venían junto a las fuerzas del imperio del Babilón, erguido varios kilómetros hacia el este de Patrulla. No se podía apreciar una armada muy pronunciada para los verdaderos alcances del imperio, solo varios estandartes, una docena de licántropos, una centena de carros de guerra (vehículos que se impulsaban de caballos donde dos arqueros y un conductor se alzaban dentro de estos) e incontables guerreros a pie.
La gente estaba anonadada, las mujeres escondieron a sus hijos en los sótanos de pánico que Félix había mandado a construir por decreto casi constitucional en cada casa del pueblo, los hombres y algunas jóvenes, sólo las que sus padres le permitieron salir, se armaron y con valentía se irguieron en medio del pueblo esperando una muerte segura. No eran más de quince muchachos y cuatro muchachas quienes con espada y escudo en mano, alguno que otro arquero, se lanzaron a esperar las fuerzas del imperio.
Aquel fue uno de los primeros días donde un decadente Félix salió de la gobernación. Vestido como general de guerra germano, con un despampanante mandoble y una capa hecha con piel de oso polar, pegó un chiflido que alertó hasta a las precarias ratas del pueblo.
֫—A ver si sois tan valientes como para pelear. —Exclamó Félix, con una voz rasposa— Con las mismas ganas que pretendían moverme de la gobernación.
La gente solo se posaba temerosa en el pórtico de su casa. Miraban todos a Félix, asustados y como esperando alguna orden de parte del mandamás. Aniha se escabulló como siempre de la casa de Lucas y se posó, confundido y con resortera en mano, frente a la tropa de jóvenes.
—Cobardes, vuestros hijos han tenido que dar la cara por vosotros. —Refunfuñó con un extraño acento Hispano nunca antes esgrimido por él— Pero esta no es su batalla. Aquellas tropas endebles del imperio del Babilón... —Respiró para desenfundar su espada y señalar al próximo ejército que cada vez acortaba más los kilómetros de distancia—...Serán aplastados por la merced de mi espada.
Los pueblerinos, comerciantes, aventureros e incluso seres mágicos que allí vieron la decadente escena de aquel patético hombre vestido como un general de un ejército invisible, se miraron más asustados aún, pues su líder había perdido los estribos.
—No me acuséis con vuestra mirada carente de valor. —Reclamó a sus pueblerinos— No he levantado este pueblo de sus cenizas para que sus habitantes sean un montón de mierda inservible.
Casi en un instante, como en un ocaso precoz, como si de una estrella fugaz se tratara y sin escuchar ningún galope previo, varios cientos de caballos jineteados por caballeros de armadura de plata atravesaron el oeste de Patrulla, rumbo al campo de batalla. Fue un silencio previo atroz, dichos los reclamos del mandamás, había parecido como si el mundo enmudeciera para de golpe presentar aquella terrible manada.
— ¡Estos son hombres de valor! —Exclamó Félix, sonriendo y dejando entrever un diente de oro nunca antes evidenciado por nadie.
Un corcel se detuvo. Su jinete descendió y se arrodilló ante el líder del pueblo.
—General. Aquí está su caballo.
Era una enorme y bella pieza majestuosa traída directamente de Germania. Un caballo blanco de dimensiones apoteósicas, casi acariciando los tres metros con su mohicano de corcel, se paró junto a Félix. Estaba equipado con sendos artilugios de plata y oro, destacando más que ningún otro, más que cualquiera de los cientos que habían visto hace unos instantes.
Félix se subió a su corcel y acto seguido, su escudero, aquel joven jinete le había entregado su caballo, se apartó del camino y se quedó frente a la gobernación.
—Jóvenes de Patrulla, vuestro valor es heredero sólo del gran valor de la gente del Levante. Somos una raza fuerte, capaz de mover montañas con pegar un solo grito. ¡Guardad vuestra espada, jóvenes sediciosos de victoria, para clavársela en el lomo a aquellos peligrosos gigantes de Escandinavia! ¡Guardad vuestras flechas para dejar ciegos hasta a los cetáceos más increíbles del mar báltico! ¡Os esperan grandes aventuras a cada uno de vosotros y os juro por mi mandoble que hoy reluce ante una inminente victoria contra el más grande imperio del mediterráneo, que preservaré con vida vuestros corazones ardientes de guerra! Tenéis ante vosotros una criatura mítica que se ha criado con el mismo pan, con la misma agua y que ha bebido la misma leche de la misma vaca que vosotros. Aquel famoso niño de ojos de rubí que hoy sin pudor alguno se mostró frente al campo de batalla con sólo una resortera, os llevará a la gloria y construirá un imperio más grande como nunca lo ha visto la civilización. Hoy os enseñaré como es realmente el sabor de la victoria.
Grandilocuente, Félix abandonó los aposentos del pueblo. Se dirigió hacia el campo de batalla tras el enorme ejército de caballeros que había construido. Detrás de las enclenques fuerzas imperiales, descendiendo de las mismas colinas que habían hecho los licántropos, se asomó un considerable ejército a pie, con espadas de plata y escudo de la madera más fina del mediterráneo, dispuestos a encerrar a las fuerzas imperiales.
Sin conjeturar ninguna palabra, los pueblerinos avistaron la batalla más épica del mediterráneo fuera de las paredes de su ciudad. Patrulla había derrotado a las fuerzas del imperio más pronunciado del Levante.
—Así que para esto Félix se guardaba el oro... —Conjeturó Héctor.—Para cumplir sus fantasías de caballero, claro está. —Aclaró una Norma no tan impresionada.—Claro que entre los discursos eclesiásticos de Dionisio y estos... prefiero los de Félix, sin duda. —Concluyó Matus, encerrándose en su casa sin decir nada más.

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⏰ Last updated: May 30, 2018 ⏰

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