Capítulo cuarto.

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Capítulo cuarto.

¿Cómo conviviría un pueblo en decadencia con un ser mágico? Esta pregunta nacía a raíz de la expectación de Félix, sabiendo lo que significa para los magos más perturbados de la baja Germania la cola de un zorro rojo, especie ya en peligro de extinción en los campos verdes al norte del mediterráneo, en Europa, o lo que significaba para los alquimistas el poder químico de la magia del susodicho animal. El zorro es la representación vívida de la magia de los bosques y dentro de muchas tradiciones es tanto venerado por su divinidad como sacrificado por su peligrosidad. Para la religión ortodoxa de Judea, la gente que como Dionisio se cegaba ante la existencia de hombres ave, licántropos y que inclusive negaba la magia, esto no eran más que simples paganismos, pero era innegable ver el avance de la temible alquimia que estudiaba los fenómenos más complejos dentro de la magia sin ser ellos poseedores de dicho poder, para así explotarlo y de allí crear las máquinas más temibles que la humanidad haya visto.
Una revolución científica importante se vivía en el mundo y la gente de Patrulla no lo sabía. La alquimia sin duda estaba aplazando a la magia y los más tradicionalistas veían como el abrumador poder de los magos en su mayoría gente usurera que con su poder perpetuaba la explotación del hombre sobre el hombre, se desplazaba y no de manera errática, lánguida y gris como el yugo de los ancianos barbudos, sino que frenética y cromáticamente al ritmo de los fuegos artificiales más despampanantes de las festividades paganas. El aislamiento decadente de la vieja Patrulla le cerraba los ojos al mundo. Félix concluyó que culpa de aquello la tenían los más tradicionalistas del pueblo.
Los alquimistas usaban ese no sé qué, esa partícula subatómica en aquel electrón de valencia situado en cual núcleo de la configuración electrónica de tal carbono hidrógeno y tal que ningún cristiano lograba entender como lograban prender un cañón cargado con pólvora y disparar arcoíris. La alquimia no eran cuentos para niños, la magia sí podía ser entendida hasta por el enfermo Aniha, puesto que no se complejizaba demasiado en su manera de ser: simplemente las cosas se hacían así porque sí, por como dice el dicho: solo arte de magia. Pero la alquimia hallaba la explicación científica de la magia e iba más allá de lo que podía hacer un simple mago mortal que nacía con dichos dotes y se desarrollaba solo en capacidad de vociferar conjuros más enredados, pero el alquimista que evolucionaba en sus conocimientos podía llegar a construir motores capaces de disparar rayos catódicos en trescientos sesenta grados. En el fondo, la diferencia entre un mago y un alquimista, era el dote innato con el que el mago se hacía capaz de controlar la magia. Un alquimista debía sus invenciones al más puro ingenio y armonía científica que, con el tiempo y mucho estudio, se podían desarrollar.
Ahí estaba el zorro como materia prima. Era sacrificado por el temor al cambio brusco y asesino que la alquimia se podía conferir con ellos, así como también por el paganismo que representaba para algunas religiones hasta el punto de verlos como simples emisarios del averno con sedición hambrienta de derrocar a Dios como el absoluto gobernante de todos los planos espirituales.
Hacía un tiempo ya que a Dionisio le empezaban a llegar cartas escritas con algún tipo de máquina cuya tipografía se le hacía más clara y al parecer rápida de emitir, ya que mucho más texto se fue guardando en su bodega que en los tiempos donde la pluma y la tinta eran regla solo en lugares de gente letrada. Félix entendía por sus viajes al extranjero a que cambio social respondía algo tan ínfimo como la tipografía más dura e impregnada en el papel que la belleza manual de la pluma. Era todo gracias a máquinas que hallaban su funcionamiento desde las raíces más rudimentarias de la alquimia.
A Félix le causaba desazón el imaginarse que el encuentro entre un zorro y un niño de ojos rubíes como la luna en un eclipse lunar, tuviera algo que ver con la concepción del muchacho en esta tierra. Aniha seguía enfermo, pero abrazaba aquel animal mágico que no tenía nombre, que aún no aprendía a orinar fuera donde también comía y que a nadie aún le cabía en la cabeza su existencia. El viejo Matus comprendía la belleza de aquel acontecimiento: jamás en su mísera y decrépita existencia dentro de Patrulla, había visto un animal mágico que aparentemente emergiera de ahí, todo lo contrario: seres mitológicos por cuenta propia y no por orden del emperador habían visitado Patrulla pero alguna especie de aura profética les relataba en el desdén que se convertiría aquel pueblo y arrancaban a la primera que podían. Cuando Aniha huyó lo entendió del mismo modo: el muchacho, como todas las criaturas mágicas que allí habían pisado ese fangoso suelo, entendió de alguna forma la naturaleza inhóspita y vil del lugar y aún siendo un infante, huyó a pies pelados sin deseos de mirar atrás. Bello fue para él verlo ver por donde se fue, más encima con un zorro en sus brazos. Matus brindaba con alegría mientras convencía a Félix que no había nada por qué preocuparse.
De alguna manera aquel acontecimiento terminó por separar a la gente de Patrulla. Los que ya no gustaban del tinte que tomaba el pueblo, aquellos enemigos acérrimos de la magia y conspiraciones paganas, demolieron su hogar y con la misma caña brava con la cual se había alzado su lecho, huyeron en la primera caravana de bisontes con tres cuernos que pasó por las puertas del río. Héctor se quedó solo por aquella tenaz idea de llenar su establo con los más fieros corceles del mediterráneo tal como fue alguna vez su compañía. Norma, por supuesto, halló el consuelo de que su triste y desaprovechada vida no tenía otro destino que acabarse sobre los lechugosos suelos de su verdulería. Lucas también se quedó y así lo hizo Iván a su vez, solo con la idea de que su familia ya estaba consolidada y un cambio de aire tan brusco en una zona tan violenta y desapegada de la bondad del ser humano, sería solo una bienvenida a una dolorosa, perfectamente evitable e irresponsable muerte, a manos de algún bandido o malhechor. La vieja Inés se encontró demasiado vieja y demasiado sola para obtener ayuda al momento de desmontar su casa. Intentando arrancar la llave atascada en la cerradura de aquella puerta abandonada donde alguna vez durmió su hijo que hoy ya no la recordaba, se encontró tan débil como un alma incorpórea. Sus lágrimas no fueron suficientes para calmar la desdicha que espinaba los contornos de su apagado corazón, y que en cada sollozo presionaba con más fuerza aquel derruido órgano que la mantenía, desgraciadamente, con vida.
Inés halló la muerte poco antes que el padre Dionisio. Los ratones ya no resultaban apetecibles para la anciana, y los conejos, las liebres, los pescados gordos que se hallaban de vez en cuando en el río, parecían solo un parche a una herida que llevaba años visible e infectándose. La piel de Inés fue seducida por sus huesos, no se hallaba sitio con grasa en el cuerpo de la mujer, solo descomposición constante. Un día, sentada y sola tras la tenue luz de una vela, miró con desgano la escasa comida que esta vez había comprado con sus innumerables ahorros que ahora de nada le servían. Había sido toda una vida ahorrando, sufriendo, viviendo al límite, trabajando día y noche pescando, moviendo las pesadas aguas de aquí para allá, ayudando a Norma en el huerto, tejiendo, tejiendo, tejiendo con más fuerza, tejiendo con desaire pero tejiendo al fin y al cabo. Halló su consuelo cuando su hijo la abandonó en el evangelio que traía un joven Dionisio. Nunca quiso gastar más de la cuenta pensando que algún día su hijo volvería y la rescataría del hoyo en el cual la había dejado y con gracia, por fin endulzando la amargura, le entregaría toda la plata, todo el oro que se había ganado en toda su vida para que finalmente pagara sus estudios de ciencias políticas en la universidad más prestigiosa de Britania. El esperma de la vela consumió la tenue llama y quedó en penumbras. Como un árbol que cae en medio de un bosque pero que nadie lo escucha, pero que nadie lo ve, así mismo desfalleció la anciana Inés. El día siguiente fue velada en el monasterio de Dionisio y enterrada en el cementerio que cada día sumaba más adeptos: como si morir fuese la solución final a la desgracia. La tierra de las ya flores marchitas que se hallaban desde hace décadas adornando el lecho de Inés, fueron enterradas junto a ella por el recuerdo que Norma tenía de la anciana. «Ella era la mejor persona de este pueblo, pero un día se despertó diferente. Ese día recién terminó hoy»
El pueblo había reducido a la mitad sus habitantes y ya esbozaba la figura de un pueblo fantasma. Como si una especie de mala energía consumase aún más esta triste situación, la tierra tan fértil donde Norma tenía su huerto, se secó. De la noche a la mañana, ni un tomate, ni una zanahoria ni más trigo crecieron de ahí, aún estando al lado del río. A la semana de este triste acontecimiento, donde cual nómades se vieron en la obligación de cazar con mayor ímpetu animales salvajes e incluso llegar a comer perros, fue que el padre Dionisio falleció.
Muy a modo de broma para el destino, Dionisio murió la manera más adversa a como vivía la gente en Patrulla en ese entonces. El padre murió por el derrumbamiento de uno de los lingotes de oro que sostenía la bella arquitectura de los baños del monasterio. Murió mientras excretaba los desechos de una buena y apetitosa comida, que más tarde se descubrió que mantenía refrigerada en una de estas máquinas paganas de alquimia que tenían la capacidad de enfriar los alimentos para que así no se echaran a perder. Había pedido en una de estas cartas tan eclesiásticas a la ciudad santa una pequeña ayuda en modo material para la gente de buena fe y costumbres del pueblecillo. Eran tan secretas que los hombres pájaro, encargados del correo en todo el mundo conocido y civilizado, no podían ser encargados con este tipo de encomienda, por lo cual usaban una especie de lechuza que la ciudad santa compraba y re vendía. Dionisio tenía una lechuza, esto los descubrió Félix un día que indagaba en las posesiones del padre y, sobre la cornisa, se posó una bella y nívea lechuza como nunca antes había visto. Allí se quedó y no se volvió a ir más, porque Félix inmediatamente la vendió al mejor postor: eran animales caros como un banquete real.
Félix asumió el liderazgo de la aldea en una votación melancólica. Se hallaba Iván el herrero con su familia, así mismo lo hacía Lucas el sastre, junto a ellos el desposeído Héctor, más adelante Norma muy lejos del ahora contento Matus que por primera vez en mucho tiempo volvía a hacerse presente en una instancia de estas magnitudes, la malhablada Krishna acompañada de su pequeña hermana Carmelita, mayor por tres o cuatro años que el enfermo Aniha y las cinco doncellas hermanas que mantenían el trabajo dentro del Monasterio. Sus nombres eran Dana, Dafna, Dina, Dalia y Daiana. Las cinco eran jóvenes y de piel medio trigueña casi endulzadas por la simetría y suavidad del brillo blanquecino. Eran muy bellas para sorpresa de varios, ya que el padre Dionisio las mantenía oculta como su más valuado tesoro. En total eran cinco o seis familias con varios descendientes que aún mantenían la ilusión de que se conservaba llama fresca en el pueblo.
— ¿Qué pasará con el coro? Necesitamos un padre, alguna autoridad más de orden divino. —Sugirió Héctor.—El coro no tiene porqué ir ligado a la iglesia. —Respondió así Félix— Muchas actividades no tienen por qué ser eclesiásticas—Félix, seamos sinceros. Lo que nos preocupa a todos es lo que harás con la iglesia.—Bueno entonces no haber votado por mí.
Félix había sido el único candidato a ser cabecilla del pueblo, algunas personas de orden más humilde habían sugerido a Lucas o Iván, pero estos dos se reconocían demasiado ignorantes para el cargo.
—Gobernaré con mano dura porque hace rato ya que veo cambios necesarios. Tienen que comprender que yo pertenezco a otra generación, a una que ha visto los demás países y como se vislumbran las luces mágicas en las grandes urbes donde esta Patrulla no es más que un triste insulto a la raza. Miren a su alrededor, gente humilde de Patrulla, ¿qué es lo que ven?—Oro. —Respondió Matus— Este montón de mierda se construyó con el dinero del diezmo de estos ignorantes, y miren todo lo que lograron juntar. Lo suficiente para que todos estos, ustedes mismos, montones de mierda, se juntaran en un solo lugar.—Matus, no olvides que hay niños. —Norma se alzó con vigor. Bastó una advertencia de la mujer para que el anciano no hablara más en la reunión.—Es cierto, siempre me ha parecido bonito. —Admiró Iván— Pero injusto. Las casas son de caña brava y esta iglesia es de oro macizo, siendo que acá sólo vivía Dionisio y... ¿las doncellas?—Hay un sótano. —Reveló Dana, la más adulta— Ahí dormíamos las cinco.—Pero no era de oro macizo ni brillante. —Agregó Daiana, la más joven.— ¡Silencio! —La azotó Dafna— No hagas esa clase de comentarios. Son codiciosos y mal agradecidos.—Miren, ahora ya no hay muchas ancianas tan devotas como Inés. ¿A nadie le parece incómoda esta injusticia? Yo nunca fui muy creyente para ser sincera. —Inquirió Krishna.— ¿Y el niño? —Reclamó Héctor, nuevamente— Dionisio era el que estaba a cargo.—A nosotras nunca nos dejó verlo. —Reveló Daiana, nuevamente.—Yo dije un día que podía abrirle las puertas de mi casa a Aniha y eso haré si es necesario. —Repitió Lucas ante el consejo.—No hay de qué preocuparse con Aniha. El próximo mes trataremos algunos temas más importantes.
Y así se dio por finalizada la primera reunión del pueblo sin Dionisio a cargo en varias décadas. Félix se dedicó secretamente a indagar en las pertenencias del difunto padre, encontrando así un montón de pertenencias avaluadas en una gran cantidad de dinero. Las vendió todas y, con ese oro y un poco más, contrató una empresa de demolición para sacar al monasterio de la faz de Patrulla. Aniha mejoró su salud en este lapsus de tiempo y, para cuando pudo volver a caminar, ya se había enterado de todo.
A las doncellas Félix le ofreció llevarlas a otro monasterio lejos del funesto pueblo, pero se negaron. En ningún lugar aceptarían a las cinco juntas y preferían estar en el mismo sitio todas que distribuidas por el mundo, por lo que aceptaron quedarse con la promesa de que Félix les levantaría un hogar para que trabajasen y tuvieran familia una vez que obtuviera el dinero esperado vendiendo el oro de la iglesia.
Así comenzó la reconstrucción de Patrulla, con la caída del tradicionalismo representado en la figura eclesiástica del padre. Félix durante varios meses se encargó de comprar, vender, invertir y manejar el oro obtenido en las pertenencias de Dionisio sin sospechar o advertirse posibles represalias de la ciudad santa. Vendió hasta el último lingote de la iglesia y mando a empedrar todas las casas de Patrulla. El huerto de Norma seguía sin florecer, por lo cual le compró una docena de armas al herrero Iván para dárselas a los jóvenes y que partieran a cazar liebres y conejos a los al rededores, como así alguna vez lo hicieron los fundadores de Patrulla. El hijo de Iván, el antiguo monaguillo, demostró un gran talento a la hora de despellejar los cadáveres de animales y filetear su carne, por lo cual Félix lo proyectó para terminar siendo el carnicero del pueblo unos años después usando el refrigerador que le pertenecía al padre Dionisio.
Por el momento, Félix había impuesto una colectivización total. El único dinero que se administraba en el pueblo era el generado por las inversiones de la ex iglesia: los trabajos eran recompensados con comida y no con dinero, por lo cual la labor de los jóvenes al cazar era imprescindible. Aniha, deseoso de participar en la actividad y cansado de los abusos físicos de Norma, le hurtó el tirachinas un día que la halló descuidada. Así salió junto a su zorro a cazar los ratones que abundaban en el pueblo desde la época donde la mitad del pueblo lo había abandonado. Hector le enseñó claves de la domesticación al pequeño pero también a los adolescentes que salían a cazar animales a los bosques, siendo de vital importancia a la hora de traer de vuelta perros para la caza y para el ganado. Así fue como, fascinado con la actividad que se estaba viviendo en el pueblo, se decidió por transformar el que había sido su establo por un rancho con las vacas, aun sin vacas por el momento.
Félix le regaló a Norma un manual de como plantar cereales, así también una gran cantidad de cebada. Había pasado demasiado tiempo acostumbrada a la fertilidad de la región, por lo cual nunca había aprendido a lidiar con suelos secos. Con algunas hectáreas de plantación de cebada, la siguiente temporada de cosecha fue un rotundo éxito y la abundancia de dicho alimento permitió palear la hambruna que solo se había apaciguado con el retorno de la cacería.
Ya habían pasado dos años y medio. Aniha se había dedicado a limpiar las callejuelas de ratones y conejos con el tirachinas de Norma que ya no se lo pedía de regreso. Las calles como nunca en años habían quedado completamente transitables sin tener que pisar un ratón vivo que se escabullía entre los matorrales, y los cadáveres de los ratones le servían de alimento a los gatos que había introducido Félix al pueblo como medida de compañía para la gente solitaria y control de plagas. Por supuesto, la plaga de gatos también se controlaba con la aparición de los perros domésticos que habían reemplazado al perro callejero: aquel mestizo vagabundo era bienvenido en los campos de los nuevos gremios de cazadores, por lo cual, jamás había un perro desnutrido en alguna calle de la modernizada Patrulla. Las casas estaban empedradas como bien lo merecían, ya que tal parece que el progreso del pueblo en la antigüedad se detuvo justo cuando pensaban en empedrar los domicilios. La iglesia había sido reemplazada por una gobernación y Félix se había ratificado como el gobernador gracias a la nueva junta de vecinos de Patrulla, que se encontraban formulando su propio grupo de leyes. Habían nacido nuevos estamentos: los jóvenes cazadores que hace dos años habían servido al rescate de emergencia contra la hambruna, hoy ya eran dedicados en el área. Algunos adolescentes habían encontrado consuelo en los brazos de las doncellas y más de uno estaba esperando descendencia, por lo cual se pronosticaba un aumento en el gremio de cazadores. La comida y en especial los conejos, la carne de vaca y buey, dejó de ser un método de pago para los trabajos. La cebada constituía la principal moneda de cambio dentro de Patrulla, puesto que Félix le compró una hectárea entera al ya extenso huerto de Norma que se había unificado corporativamente al emergente rancho de Héctor, famoso por la calidad de la leche de sus vacas. Félix le pagaba en oro municipal para que Norma trabajase la hectárea comprada además de la que le pertenecía, producto que además de distribuir como moneda de canje, también exportaba a las zonas fértiles y ricas del Levante pero que no eran tan secas como el "huerto" de Norma y por lo tanto, no conocían la cebada. También le compró 5 vacas de las 8 a Héctor, le compró varias máquinas al sastre Lucas y le dio un enorme salto tecnológico al horno de Iván el herrero, todo con la intención de obtener parte de su producción para así exportarla y venderla al resto de países y pueblos.
Félix era el encargado diplomático, político y gobernador hegemónico absoluto de Patrulla, por lo tanto, él tenía que ir de aquí para allá y de allá para acá vendiendo las materias primas de Patrulla, comprando cosas nuevas para introducirlas al pueblo y también realizando encargos que los mismos pueblerinos le hacían cuando acumulaban tanta comida que no serían capaces de comer y necesitaban algún bien tecnológico del extranjero. Patrulla había vuelto a ser un pueblo sin papel moneda debido a que no había bienes de consumo más allá de la comida, la ropa y las armas. Félix intentaba innovar analizando las necesidades de su pueblo y reclutando profesionales del extranjero para que se trabajase de manera aún más eficaz en los oficios ya presentes, debido al tradicionalismo y al aislamiento cultural que el pueblo había vivido. El gobernador, comerciante de telas y declarado ateo no pasaba mucho tiempo en el pueblo y siempre que podía le daba una lección a modo de parábola eclesiástica a Aniha, como su antiguo cuidador, para así no perder algunas costumbres que tan mal no estaban. Félix le prometió a Aniha que algún día él sería gobernador de Patrulla cuando esta fuese un imperio extenso, que se vestiría con un disfraz militar y su pecho estaría lleno de medallas internacionales que reconociesen su valor como estratega y político. Pero a Aniha aquello no le llamaba mucho la atención.
Aniha en estos dos años optó por vivir con Lucas el sastre. Lucas y su esposa, Edit, sirvieron como débiles figuras paternales para el chico. Era difícil para ellos ya que hallaban en el ojirrubí un fulgor de libertad, de no ser capaz de estar mucho tiempo en el mismo sitio. Se despertaba, cogía su tirachinas y partía a las calles con su zorro a cazar ratones y volvía solo cuando ya el frío de la noche le congelaba los huesos. Cuando se acabó la plaga de ratones, salió a cazar junto al hijo mayor de Lucas, Mateo, quien un año después embarazaría a Dafna. Mateo le enseñó lo que sabía del uso de espadas y nociones básicas de la caza, así también cómo moverse sigilosamente ante una posible presa. El ex monaguillo y ya después encargado de la carnicería, Amir, le enseñó como despellejar una presa y las claves del corte en la carne. Las ex doncellas que ahora habían montado una posada junto a la taberna de Krisha, mantenían un esbozo de educación semi eclesiástica para el muchacho, pero no le interesaba realmente. Quien le otorgaba una verdadera educación representada en vivencias e historias era el anciano Matus, cada temporada más decadente. Krishna le enseñó el don de la palabra, la capacidad de persuadir a la gente.
— Escucha lo que dice, lleva quince años vendiéndome el mismo licor convenciéndome de que cada día es distinto.
Carmelita, sin embargo, en función de cómo crecía, se tornaba un poco en una especie de musa para el muchacho, aunque a sus seis años poco y nada le interesaba el amor. Carmela era una muchacha muy dotada en la música y a sus tiernos diez años ya era toda una profesional en la guitarra latina que Félix le regaló para su cumpleaños. Daba conciertos todos los viernes en el centro del pueblo, donde todos asistían a escucharla acariciar los dulces arpegios de sus finos y danzantes dedos, que revoloteaban sumidos en la belleza musical del genio de la chica. A Aniha le fascinaba la música y los bellos sonidos de la naturaleza, pero Carmelita se negaba a enseñarle al chico.
—Aún tienes las manos muy pequeñas y más encima están todas cochinas.
Héctor ya se había convertido en un fiel devoto del muchacho, puesto que gracias a su zorro habían correteado varias vacas que finalmente terminaron en su rancho. No tenía problema en invitarlo a tomar un vaso de leche porque sabía que a él le encantaba, así aprovechaba de relatarle las magníficas historias de cuando era el jinete más famoso del Levante.
Todo fue calma y progreso.Hasta que un día,Volvieron los licántropos.

Rubí en el NirvanaWhere stories live. Discover now