Preludio: Al lector

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Querido lector,

Esta historia puede o no puede haber sucedido. Yo, como escritora, no tengo opinión, solo dejo que los hechos pasen tal y como deberían.

Pero no puedo ser objetiva, no está en mi naturaleza humana. Por eso mismo te entrego estas palabras con la historia de un amor tan profundo que sobrevivió a guerras, traiciones e impedimentos.

Es posible que ya hayas leído una historia similar y en ese caso te invito a cerrar esta y olvidarla, porque no hay nada nuevo para ti. Si por el contrario estas pocas líneas han llamado tu atención, bienvenido seas a un mundo en el que los opuestos pelean y se atraen, al fin y al cabo todas las historias de amor cuentan lo mismo con diferentes palabras.

Antes de nada, debes conocer a mis queridos protagonistas, las cuatro personas que lucharon contra todos aquellos que se interpusieron en su camino para vivir en paz.

En un lado del mundo, en el gran desierto, existe una maravillosa ciudad sacada de los cuentos de Las mil y una noches. En una grieta del suelo, protegida de los poderosos vientos y la cruel arena, se levantaba Tir Nah'Kía, la Ciudad del Desierto, capital del vasto territorio conocido como el Reino del Sol, donde el astro rey jamás se ponía. Desde las costas bañadas por el Mare Plenum hasta las gigantescas montañas del Levante, ambos principio y final de toda la tierra conocida y habitada.

Ese Reino era gobernado por las Damas de las Mariposas, dueñas y señoras de la única fuente de luz de toda la Grieta, las lepidopteras lucis, las Mariposas de Luz. Sus alas, pequeñas y delicadas, emitían un suave brillo en la oscuridad de la noche. Los habitantes de Tir Nah'Kía llenaban unos comederos especiales para ellas, para atraerlas y utilizar su luz sin hacerles daño. Y ellas siempre rodeaban a la Princesa, sin importar el lugar o el momeno. La última de las Princesas, Jaelian, era considerada una auténtica belleza del desierto: piel bronceada por todas las horas de entrenamiento bajo la luz del sol, pelo negro más oscuro que la medianoche y ojos oscuros iluminados por esa chispa especial que tienen todas las mujeres dueñas de su propio destino. Ella, como todas las Princesas anteriores, no se casó nunca aunque eligió a un hombre para que fuera el padre de su hija. Pero no a uno de Tir Nah'Kía, si no a un mercader del lejano Reino del Hielo, con el pelo rojo como la sangre y brillantes ojos ambarinos. Tras una noche, no volvieron a verse.

Nueve meses después nació la joven princesa Aeolian, una criatura igual a su madre en aspecto, pero con el corazón lleno de ansias de libertad para ver el mundo de la misma forma que su padre. Era adorada por todos en el palacio y en la ciudad. Las mariposas permanecían a su lado incluso cuando estaba en la cuna.

Fue feliz.

Hasta que su madre murió envenenada cuando la pequeña tenía ocho años. Todo el poder y la responsabilidad de dirigir el Reino del Sol cayó sobre la joven Aeolian. La coronación fue simbólica para complacer a la multitud, pero en la práctica era el Barón Hanglars quien ostentaba el mando, como había deseado hacer desde que la Princesa Jaelian rechazó su proposición, no de matrimonio, sino de ser el padre de su hija.

Los siguientes nueve años fueron muy duros para todos. Los impuestos subieron y las tasas de comercio eran tan altas que bloquearon la mayor fuente de ingresos del Reino. Todos los varones jóvenes fueron obligados a alistarse en el ejército en preparación de un posible ataque sobre el regente. Casi la mitad de las mujeres jóvenes fueron llevadas al palacio para servir como criadas, aunque el nombre era solo en apariencia pues tenían que aceptar cualquier orden del usurpador, quien se acostaba con una tras otra hasta caer rendido e incluso más gracias a una poción de vigor que compraba en el mercado negro. Cuando una de ellas quedaba embaraza, era llevada a una habitación especial, donde le provocaban un aborto para volver a servir a su señor al máximo de sus capacidades.

La Princesa creció sabiendo todo lo que sucedía en el palacio y la noche anterior al día de su diecisiete cumpleaños se presentó en la habitación del traidor, le clavó un cuchillo en el pulmón y le dejó morir lentamente por la hemorragia. Aquel día amaneció con la Princesa en el trono de su madre con las Mariposas de Luz revoloteando a su alrededor como un halo. Su primera orden fue deshacer todo lo que había creado el usurpador. Los impuestos bajaron incluso más que antes, el comercio se reestableció, los hombres pudieron por fin dedicarse a lo que les gustaba y casi la mitad del tesoro real fue utilizado para compensar a las mujeres por todo lo que les había ocurrido entre aquellos muros, aunque jamás pudieran recuperar a sus hijos.

La Arena, la mayor fuente de entretenimiento del pueblo, volvió a abrirse con un combate entre la misma Princesa y la gladiadora esclava de un mercader del oeste. Fue una lucha muy igualada, con la Princesa utilizando sus armas favoritas, unas garras retráctiles de acero templado y unos tacones especiales con la forma de patas de tigre, y la esclava con una hoja curva tan larga como sus antebrazos. Tras casi una hora de duelo ambas declararon un empate y la esclava fue comprada y liberada por la Princesa Aeolian.

La gladiadora de pelo rojo como el fuego por fin pudo utilizar su nombre, Lenia, y se quedó junto a Aeolian como su amiga y protectora. En raras ocasiones se las veía separadas y entrenaban para mejorar sus habilidades, pero nunca pudieron derrotarse la una a la otra.

Al otro lado del mundo, muy al norte, donde la nieve era un elemento del paisaje, existía otro reino, el Reino del Hielo. Su capital era Tir Nah'Fello, la Ciudad del Frío Eterno, gobernada por las Damas de las Orquídeas, una dinastía de mujeres que, por su belleza etérea, eran comparadas con las flores de las que recibían el nombre.

Contaba la leyenda que la primera Dama de las Orquídeas, Yanisa, era en realidad un Ángel, seres sobrenaturales de los que se decía que traían la felicidad a las personas de su alrededor.

Ninguna Dama se casó nunca, ni siquiera Manira, la última de las Damas. Su hija, Yanira, de piel blanca como el mármol de las estatuas más hermosas, pelo grisáceo que brillaba como la nieve y grandes ojos azules como el cielo tras una tormenta, fue enjendrada por su mejor amigo de la infancia, Nabel, el soldado de mayor rango en todo el ejército. Este ya tenía un hijo con su esposa, quien no puso impedimentos cuando la misma Princesa le pidió personalmente que su marido fuera el padre de su hija. El joven Kaín era apenas dos años mayor que su medio hermana, junto a la que creció y a la que protegió sin que se lo pidieran.

Yanira era una niña dulce que jamás pudo hacer daño a nadie, que lloraba cuando uno de los pajarillos a los que encontraba tendidos en la nieve moría sin poder evitarlo y cuya sonrisa era más que suficiente recompensa para su querido hermano mayor. Kaín siguió los pasos de su padre en el ejército para poder protegerla cuando ella se convirtiera en la Princesa. La ocasión llegó cuando Yanira cumplió los diecisiete años y su madre Manira le cedió el trono. En una ceremonia privada, frente a los altos mandos del ejército en la Sala de los Huesos, donde estaban enterradas todas las Damas anteriores, Kaín juró lealtad a la futura Princesa, preparada para la próxima coronación con un vestido blanco plateado y un precioso tocado de plumas  blancas de cisne entre su pelo recogido.

Pero la coronación nunca se llevó a cabo. Cuando Yanira saludaba a su pueblo desde el alto balcón en la plaza principal, justo antes de que su madre le colocara la corona sobre la cabeza, hubo un gran tumulto y una flecha se clavó justo en el corazón de Manira. El Conde del Sur reclamó el trono para sí y obligó a la princesa a casarse con él. Kaín, atrapado entre los guardias que querían salvar su vida, no pudo hacer nada por su pequeña hermana.

La boda se celebraría al día siguiente.

Yanira caminó hacia el altar entre las dos filas de soldados leales al Conde, con un precioso vestido blanco y un velo tan fino como una tela de araña. Pero no llegó al final. Kaín había conseguido colarse y, matando a todos quienes se interponían en su camino, la arrastró hacia la salida. La princesa miró hacia atrás una única vez para ver cómo el Conde se colocaba la corona de su madre sobre la cabeza.

Ambos se marcharon de Tir Nah'Fello, escondiéndose en un pequeño pueblo perdido en mitad de la nada donde había nacido la madre de Kaín.

Y precisamente allí es donde comienza nuestra historia, querido lector, con Yanira, la Princesa sin trono ni reino, y su difícil decisión.

Seilene de Tisymir

Historia de dos PricesasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora