Noviembre 4, 2012. Florencia, Italia.
"Quédate quieto o te voy a embarrar los ojos." La voz cálida de Lucero alcanzó los oídos de Fernando, quién en ese instante se disponía a escoger entre revaluar su vida o agradecerle a algún dios, preguntándose cómo era que había terminado en una tina llena de burbujas y una mascarilla de café y semillas de arabica, como ella le había explicado al despertarse, siendo untada en toda su cara.
"¿Estás tratando de decirme algo poniéndome esta cosa en la cara?" Todavía tratando de luchar contra la sustancia marrón que Lucero le colocaba con la yema de los dedos en los contornos de su rostro en una moción circular, pudo reconocer que su única salvación eran la sensación de las piernas que habían estado en sus hombros la noche anterior ahora a cada lado de su cintura y la sola imaginación de ojos color miel observando el grado de vulnerabilidad ante la más minima diminutez a la que ella decidiera someterlo.
Ante la preocupación inminente en la voz de Fernando al hacerle tal pregunta, ambas esquinas de la boca de Lucero se levantaron mientras que trataba de silenciar su risa y el revoloteo que repentinamente se había despertado dentro de su pecho al verlo apretar los ojos, la boca y la nariz como si de una desgracia se tratase. "Algo como qué?"
"No sé, que me estoy poniendo viejo o que necesito arreglarme la cara."
"¿Y si te dijera que sí?"
De pronto, todavía con los ojos cerrados en una expresión apretada y empapado de burbujas con olor a vainilla, Fernando abrazó la espalda baja de Lucero hasta juntar sus pechos en un abrazo que hacía perder la noción de dos cuerpos porque entonces se confundían por uno solo, haciendo que el agua se moviera en pequeñas olas hasta llegar al piso. "Pues muy mal por ti entonces, muy mal. Como te darás cuenta, ya decidiste estar conmigo y no vas a poder librarte de este hombre poco atractivo por un largo tiempo."
En ese preciso instante, al mover sus brazos al rededor del cuello de Fernando para acomodar la cabeza de él en su cuello y acariciar aquellos mechones negros que empezaban a crecer descontroladamente, tratando de llenarse completamente con su presencia, Lucero se dio cuenta del por qué se había enamorado de Fernando como lo hizo y parecía seguir haciendo en cada momento que permanecía a su lado. Lo que él despertada en ella era una viva representación de él y su espíritu: Una paradoja entre lo vibrante y salvaje y una calma envuelta en paz y plenitud. El amar lo que él despertaba en ella era directamente proporcional al amarlo a él, y dicho amar parecía crecer exponencialmente cada vez que a él se ocurría tan solo mirarla, o al escucharlo hablar, o al verlo fruncir el ceño al concentrarse en alguna tarea, o al encontrarlo con la boca entreabierta al despertarse durante la media noche, o al tenerlo abrazado así tan cerca con su piel quemando la de ella y sentirse completa, en paz, sin arrepentimientos.
"¿Solamente un largo tiempo?"
"Voy a dejar que mi boca te responda, pero acabo de recordar que tengo que mantener los ojos cerrados y así no creo que pueda encontrar tu boca tan fácilmente." Cuando aquellas palabras abandonaron la boca de Fernando, se dispuso a usarla como un imán a lo largo de aquella palpitación a lo largo del cuello de Lucero, subiendo y bajando por su mandíbula hasta quedarse en la clavícula. "Está aquí?"
No había nada más que hacer en ese punto. Si él se lo hubiera pedido, Lucero le habría escrito una, dos, tres canciones, o quizás un álbum entero. Tanto él como ella habían habían caído rendidos a la merced del otro sin si quiera importarles su voluntad propia.
Fernando y su boca continuaron con su búsqueda por los labios que perseguía en el mundo e irrealidades, esta vez sin piedad en medio del valle de los senos de Lucero. "Y aquí?"

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una lección de historia
RomanceEn aquél momento, Fernando se dio cuenta que sólo estaba seguro de dos cosas: Había aprendido de que la mujer con piernas de pollo y aquel sentido del humor que lo volvía loco, se llama Lucero Hogaza León y tenía 42 años. Lo demás no importaba y est...