La Gorda, cuyo nombre escogido por su madre fue Maricheler, una mezcla entre sus ídolos cinematográficos, Marilyn Monroe y la señora Flecher, era una funcionaria de unos treinta y cinco años. Trabajaba en la oficina de empleo gracias a que su padre antes de fallecer había movido unos cuantos hilos para dejar a su hija bien colocada en las suculentas filas del estado. Su infancia no había sido muy agraciada, ya que, su madre les abandono cuando ella aún era una niña, para marcharse con un amante glamuroso, y por entonces ella solo contaba con diez años. Debido a este trágico accidente la Gorda se aficionó a la comida encontrando en ella todo lo necesario para ser feliz y se esmero en cultivar su paladar. Sus ambiciones respecto a la vida no habían sido demasiadas, nunca se inclinó por una profesión determinada, estuvo los años de su juventud dejando pasar el tiempo sin esforzarse mucho en ningún objetivo concreto. Se podría decir que sus dos grandes preocupaciones eran la historia y la comida. Era fan incondicional de algunos historiadores clásicos como Heródoto, Plinio el Viejo, Tudícides, Estrabón, San Isidoro de Sevilla, Feijoo, Menéndez Pidal... Fue en la escuela primaria donde comenzó sus andanzas coqueteando con las golosinas, los pasteles caseros y algunos libros sencillos del Medievo. Durante la adolescencia, se pasó las horas muertas en clase mirando por la ventana las figuras volubles que describían las nubes, sin prestar demasiada atención a las explicaciones de los profesores; nadie logró que se entusiasmara por la educación porque, ¿a quién le interesa, y más tan joven, todas esas descripciones de las cosas y ejercicios memorísticos faltos del soporte de la experiencia?
Aunque en las clases de historia, animada por los grandes acontecimientos ocurridos en las distintas civilizaciones y naciones, al albur del amplio panorama de escenarios que se han sucedido a lo largo del tiempo, prestaba mucha atención, leía libros y participaba con verdadero entusiasmo, pero a pesar de albergar tanto interés por estas clases finalmente la suspendían porque iba arremetiendo descaradamente contra los manuales de texto, decía que esos libros estaban sesgados, que según la tesis de cual y tal autor aquello había sucedido de otro modo, y mantenía acaloradas disputas con el profesor de la asignatura, al que, al poner en entre dicho, o acaba cogiéndola manía y tratándola como una alumna conflictiva o terminaba ignorándola. Finalmente se cansó de que no prestaran atención a sus argumentos y pasaba a concentrarse en las musarañas y la comida perdiendo el interés en compartir sus ideas y los libros que leía. Ya para entonces, las únicas clases en que se sentía a gusto eran las extraescolares de pintura, donde no existían las calificaciones y podía dejar su imaginación vagar libremente por los derroteros de su ocurrente cabeza sin constricciones ni cortapisas. Vivía en un pequeño apartamento cerca del centro, en una cuarta planta sin ascensor, en uno de esos bloques de principios de siglo cuya fachada ha sido restaurada. Desde su pequeña terraza, con vistas que daban a una calle principal, generalmente transitada por el tráfico, se divisaba la emblemática plaza de toros. Su padre, la llevo de pequeña dos veces a la fiesta, y nunca supo por qué, muchas veces se figuró que la vida era como la de un toro en una especie de ruedo, aguijoneante, con una muchedumbre gritando y tomando la merienda alegremente mientras observa el espectáculo, el toro en el árido albero de la plaza, sin un refrigerio, sin una tregua, con un único final en frente, la muerte. Que pensamientos más desalentadores podría albergar en esos momentos con esas reflexiones, al menos el toro no pensaba, no se cuestionaba que el único fin de su existencia fuera ese, ser toreado y dado finiquito en una tarde festiva, bajo un sol ardiente, luchando, embistiendo, atizándose las banderillas, siguiendo el rojo capote embusteado. Nunca supo si apreciaba el arte del que su padre era forofo, o no, pero podía presentir cómo era atravesar ese pasadizo oscuro que el toro tenía que transitar hasta la fatídica arena en una calurosa tarde de San Isidro, era lo que ella llamaba el campo de batalla circular, y estaba segura que todo debía estar cargado de un simbolismo arcaico heredado de una antigua tradición hispana muy lejana. Siempre había tendido, sin proponérselo, a recrear situaciones y eventos que ocurrían o habían ocurrido como si los viviera ella en primera persona, conociendo algunos elementos de los mismos dejaba hilar a su imaginación, sobre todo cuando el tema que evocaba trataba de sucesos históricos. Y en este caso podía sin rodeos colocarse bajo la piel del bobino, gallardo, imponente, de fuerza descomunal, pero que finalmente iba a quedar postrado y sofocado ante los rayos del astro rey, como una masa inerte, que ha perdido todo su vigor y fuerza inicial, toreado y vencido, asi que la fuerza bruta se veía derrotada por los mil quiebros, giros y mareos suaves del torero, engaño sutil por la incapacidad de ver más allá de la tela roja. Físicamente la Gorda tenía el pelo rizado, unos tres centímetros de espesor por encima de su cabeza, no muy largo, corte práctico. Lucía unos ojos verdes circunscritos en sus largas pestañas negras que cualquiera hubiera clasificado de atractivos si no fuera porque unas gafas de grandes cristales y montura de pasta se los escondían. Una nariz chata y unos labios prominentes que le daban cierto aire africano. Lo más sobresaliente de ella era su voluminoso trasero, del cual algunos compañeros en la oficina no se hacían a la idea de cómo lo movía con tanta soltura cuando quería, para ir al baño o a su descanso, pero que, si era menearlo para cualquier trámite administrativo, se tornaba inminentemente en el culo mas inanimado del mundo. O como lo hacía encajar por los estrechos pasillos habilitados entre las mesas de trabajo. La Gorda no se sentía mal con su peso, ¿porque iba a hacerlo?, si hacia menos de cien años tener buenas carnes era signo de lozanía y belleza, hubiera sido una musa para Rubens o Goya. Estos nuevos tiempos y estos cambios tan revulsivos, eran muy nocivos para la salud, pensaba con convicción. Gozaba de un temperamento fuerte, rozando a veces el mal humor. Era cabezota como nadie, y pobre el que se interpusiera en su camino, porque era una de las personas más tenaces de la tierra, así que enrolarse en una reyerta con ella era como vivir la guerra de los cien años, con el tiempo, la fatiga recorrería todo el cuerpo de su adversario mientras ella, sorprendentemente, estaría lozana y llena de gran vitalidad, preparada para hundirle en cualquier momento. Desgracia la ausencia de grandes aspiraciones, porque era una de esas personas que hubiera llegado a la luna si se lo hubiera propuesto, pero la Gorda era de gustos sencillos. Otra de sus grandes virtudes era que le resbalaba todo y todos. Cualquier comentario, cualquier cotilleo, si la miraban mal o bien o la tenían en mucha consideración, no le interesaban mientras no interfirieran con sus asuntos. Parecía que desde pequeña se había mantenido inmersa en sus cosas, en su mundo inmutable y mientras no le trastocaran ese mundo, ella no se despeinaba en absoluto. Todas las mañanas cuando a las ocho de la mañana tenía que hacer acto de presencia en la oficina recreaba el estrecho túnel de la plaza de toros, con cierta desazón, durante fracciones de segundo, cuando sonaba el despertador y la arrancaba de un entretenido sueño, nunca le hacía mucha ilusión ir a trabajar. Luego aposentaba sus pesados pies en el suelo, extendía sus brazos con un bostezo y se bebía un café frio del día anterior, tras el cual empezaba a sentirse mejor. Porque sin el buche provisto de algún sustento, su estado físico y mental se columbraban borrascosos. Así que esa mañana de octubre, como cada día durante los anteriores diez años de su vida, se levanto a las siete, bajo a la calle a las siete y media, se compro tres donuts en la panadería, dos de azúcar y uno de chocolate y se dirigió al tajo. Por el camino se comió uno, trasladándose al paraíso con cada mordisco del delicioso recién elaborado bollo. Llego a la oficina como de costumbre, cinco minutos antes de abrir las puertas al público, contenta por haberse desayunado y sin mucho entusiasmo por emprender la jornada laboral. Aquella mañana, como otra cualquiera, se dejo caer en su sitio con la misma parsimonia que siempre. Sin mucha disposición a trabajar, bostezo y posó su pesado culo en su silla negra de ruedas que a veces no ruedan por sufrir un atascamiento de los ruedines de cualquier indole. Saludó a su compañera.
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UNA VIDA CUALQUIERA
AdventureDos personajes. Dubotsky y la Gorda cuyas vidas aparentemente normales van tomando giros insospechados. Van apareciendo personajes y situaciones de lo más insólito en sus vidas con los que tendrán que lidiar, convivir y enfrentarse e ir superponiénd...