—Su madre tiene Alzheimer.
Ambos niños miraban a los doctores sin entender aquel extraño término. Su padre puso ambas manos en los hombros de los pequeños, tratando de transmitir seguridad.
—¿Qué tanto tiempo...?
—Tenemos medicina experimental. Natural. Trataremos de hacer su proceso más lento, menos doloroso. Pero necesitamos su consentimiento.
Aquel hombre imponente de ojos miel miró a sus pequeños, los cuales apenas y entendían una palabra. Besó la cabeza de ambos y luego su mirada se posó en el doctor.
—Lo tiene.
Damián miró a su padre apretando los dientes. Tenía una copa con licor en la mano derecha. Y sus ojos estaban encendidos.
—Hola.
Intentó pasarlo sin ganas de discutir con él. Pero este lo tomó del brazo volviéndolo a él para después tomarlo del cuello de la camisa.
—Escucha de una maldita vez... No viniste a hacer lo que te place. Ni a perder el maldito tiempo. Limítate a hacer lo que te corresponde, ¡oíste!
Lo apartó dándole la espalda. Damián respiró agitadamente y se alejó de él. Sabía que no le hablaría más, así era su padre, un hombre encantado de tener el control. Y Damián era su único obstáculo. Cuando este entró a la habitación cerró la puerta con fuerza maldiciendo por lo bajo. Sabía que su padre tenía razón. Sabía que el único propósito por el que ellos estaban ahí era un pequeño puente antes de continuar con sus vidas. Damián se quitó la camisa y la lanzó al suelo lleno de ira. Estaba empezando a perder todo rastro de paciencia, esta situación de ser cómplice del padre al que odiaba por un bien mayor, le estaba costando de sobremanera. Se acostó en la cama queriendo estar en cualquier lugar, menos en ese. La puerta sonó y este se levantó para abrirla impaciente, una pequeña señora de cabellos claros y mejillas regordetas lo miró con dulzura.
—Su cena, joven Damián.
—Ah... —miró la bandeja en sus manos, contenía un par de emparedados junto a un jugo de naranja. Asintió tomándola de sus manos —. Gracias, señora...
—Emilia.
—Emilia.
Reiteró cuando ella se dio la espalda para retirarse, cerró la puerta y comió rapidamente, desanimado. Cuando hubo terminado se metió rápidamente al baño queriendo relajarse con una ducha, el agua caliente recorría sus músculos y sintió deseos de permanecer allí eternamente. Cuando hubo salido, se recostó en la cama con la pijama puesta y, por primera vez en dos años no tuvo pesadillas. Sus sueños estaban siendo invadidos por inexpresivos ojos grises.
Scarleth sollozaba en su habitación, temblando por los golpes en su delgado cuerpo. Sabía que debería haberse negado o incentivar a aquel chico nuevo a regresarla al Instituto, pero es que se había divertido tanto, había estado tan ensimismada en él, que simplemente se había dejado llevar.
Pero ello había traído consecuencias, su padre nuevamente había desquitado su frustración con ella.
—¿Cómo has podido saltarte las clases y... volver con un tipo? Eres... Eres igual a tu maldita madre.
Cerró sus ojos negando con fuerza, no, ella no se parecía a Eloisa Telo, esa mujer que los había abandonado hacía ya tres años para irse tras un hombre. ¡Esa mujer no merecía ni ser llamada madre! Sus deseos la habían llevado más allá. La habían alejado de su familia, ¿no se suponía que era feliz con ellos? Las risas, los regalos, las festividades... Todo se fue tras Eloisa cuando esta se marchó.
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Scarleth
RomanceDamián Gredh es un joven de diesisiete años con un triste pasado y por circunstancias de la vida tiene que dejar Canadá e ir a Amsterdam. Su vida es un espiral de pensamientos autodestructivos y llenos de culpa por su pasado. Eso parece cambiar cua...