Las leyendas son reales .
Ángeles y demonios existen .
La guerra del bien contra el mal nunca acaba .
Las personas somos ignorantes de que nuestros angeles aparecen en las noches para matar a nuestros demonios .
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El club estaba lleno de hielo seco.Luces de colores recorrían la pista de baile de tonalidades azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.
El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había resultado tan fácil... un leve glamour en la hoja para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos y en cuanto el encargado de la puerta lo miro directamente, entrar ya no fue un problema.
Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión, engañar a los mundanos, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros .
Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles.
Los ojos verdes del muchacho observaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundanos bailaban. Las chicas agitaban sus largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente emanaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron.
No sabían lo afortunados que eran.
No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela...
Y podían apagarse con la misma facilidad.
La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se le quedó mirando.
Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de vino. Un vestido blanco que se señia bien a sus curvas pero sin ser vulgar, con mangas de encaje alrededor de los delgados brazos.
Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé.
Sólo tuvo que entrecerrar los ojos para saber que era auténtico, auténtico y valioso. La boca se le empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta.
Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.
Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego.
Los humanos eran tan estúpidos. Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían.
Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido.