El silencio

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Esta parte sera un poco diferente: la haré en forma de una corta narración. Como no se si os gusta o no cómo escribo, si me aconsejáis una u otra manera las iré intercalando. Espero que lo disfrutéis.

Cristopher era un hombrecillo con setenta años en la espalda. Por supuesto eran más que suficiente como para tener una larga colección de experiencias y conocimientos diversos. La hora del silencio había llegado: cada noche, el hombrecillo se encendía una pipa y sentado en el sofá que había delante de la chimenea escuchaba. Los recuerdos fluían lentamente en sus ojos; a veces el corazón le latía rapidísimo, otras: lentamente.

En ese momento de silencio, lo que parecía una casa vacía y silenciosa se convertía en una enorme orquesta que solo él podía disfrutar.

Ffffffffffff.... el viento besaba las ventanas. Plinc...plinc...plinc... Otra vez goteaba el grifo. Mrrrrrrrrrr... el gato ronroneaba. Crec...crec... Las robustas paredes perdían su pintura blanca y el fuego contaba su historia con el cric-crac de siempre.

¡Oh, que placentero era aquello! La orquesta se apagaba lentamente y los recuerdos surgían:

Una niñita estaba sentada a su lado: Elena. Cristopher ya no tenia el aspecto arrugado de antes, sino una piel tersa y joven.

- Escúchame, mi pequeña Elena. Cuando dejas de hablar y lo olvidas todo puedes entender el mundo. Solo lo puedes entender si lo escuchas, mi angelito, solo si lo escuchas.

- Vale papaito, pero yo no oigo nada. ¿Con quien tengo que hablar?

Él rió brevemente, la sentó sobre sus rodillas y besó su frente.

- Tienes que escuchar a las paredes, al fuego, a los animalitos, al viento: a todo. Escucha, ssssh.

Los dos permanecieron en silencio y un gatito de café se acercó para lamer las manitos de ella.

- Mira como tiembla el gatito, papi.

- No tiembla mi niña, ronronea. Escucha bien porque te está hablando.

La niña pegó su oreja al gato y escuchó atentamente el tenue sonido del animal.

- ¿Me está hablando papaito?

- Sí, mi flor.

- Pero no entiendo nada.

- Ya aprenderás, lo harás.

El recuerdo empezó a disolverse en una habitación blanca, detrás de una mesa un señor raquítico y con gafas que parecían de búho le hablaba.

- Cris, nos conocemos desde hace mucho tiempo, somos buenos amigos.

- Claro Dereck, hemos pasado muy buenos momentos, pero no entiendo lo que me quieres decir.

- Escucha - hizo una pausa para tragar agua y se quitó las gafas - los hemos pasado, pero este no es uno.

- Sigue por favor.

- Tienes alzheimer, lo siento mucho. Me habría gustado que no fuese yo quien te lo dijese pero pensé que te sentirías más cómodo.

- Si, por supuesto - ahora hablaba con pesadez y con un pañuelo azul se secó la frente - te lo agradezco mucho, de veras.

Sonrieron mutuamente, pero se podía ver claramente que era forzada.

- Diría que de aquí unos años reiremos de esto pero seguramente ya no me acordaré de este día hací que no te preocupes, todo se olvidará con facilidad.

En el rostro de Dereck las comisuras de la boca apuntaban al suelo y dos grandes bolsas colgaban de sus ojos. Ante la bromita de su amigo una lucecita melancólica brilló en sus ojos. Se levantó y los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

- Tu silencio no te lo va a quitar nadie: ni si quiera la enfermedad, Cris recuérdalo.

Esa frase que le fue susurrada al oído se grabó firmemente en su memoria. Era verdad, solo le quedaba el silencio que para él valía oro.

Todo se fue desvaneciendo hasta volver al sofá y a la hoguera. La orquesta reanudó su pieza y el hombrecito, ya algo cansado se durmió con una frase en sus labios.

Solo te queda el silencio, Cris. Solo el silencio.

Un pensamientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora