Después de la comida, Beatriz y yo nos quedamos solos. Don Anibal se acostó para llevar a cabo una de sus más sagradas obligaciones: La siesta.
Ayudé a Beatriz a recoger la mesa y a secar los platos que ella iba fregando y al terminar nos sentamos en una pequeña sala de estar donde charlamos durante un buen rato de cosas sin sentido. Fue ella la que, en un momento dado, sacó a relucir la forma en el que miré a su padre cuando volvíamos de la calle.
—Sé que os traéis algo entre manos —me dijo.
—Le prometí a tu padre que no te contaría nada, por tu propio bien —expliqué.
—Si es una promesa, entonces no te pediré que me lo cuentes. Creo que las promesas están para cumplirlas.
—Lo siento —dije —, pero es algo muy confuso para mí todavía y, aunque quisiera, no podría explicártelo.
—¿Tiene algo que ver con esto? —Me preguntó, pasándome el libro de Rodrigo Peralta.
No dije nada, porque hubiera sido traicionar mi promesa, pero Beatriz leyó en mi rostro tal cual si fuese un libro abierto.
—Haz el favor de darle la vuelta al libro y mirar la contraportada —dijo la joven.
Obedecí y al instante me di cuenta de que Beatriz había adivinado ella sola mi secreto sin necesidad de que yo le explicase nada. En la parte posterior del libro aparecía una vieja y algo borrosa fotografía de Rodrigo Peralta y su parecido conmigo era sorprendente.
—Él era tu padre, ¿verdad?
Asentí sin pronunciar palabra. Ella me miró y asintió a su vez.
—Nadie podría negarlo —dijo —. Ahora que he adivinado tu secreto, puedes hablar libremente.
—El secreto es mucho más oscuro de lo que imaginas, Beatriz.
—Y tú piensas averiguar la verdad, ¿no es así?
—Ni siquiera sé lo que voy a hacer. Todo esto me ha pillado de improviso —confesé.
—Yo podría ayudarte si decidieras averiguar la verdad —se ofreció la joven.
—La verdad tiene muchas caras, Beatriz —dije —. Mis padres están muertos y nada de lo que haga servirá para devolvérmelos.
—Pero tú padre dejó un legado que te pertenece y a eso no debes negarte. Eres un Peralta y deberías honrar tu apellido y sentirte orgulloso de ser quien eres.
—Nada tiene sentido para mí —reconocí —. Hasta hace unas horas yo creía saber quien era: Diego Vargas, huérfano de padre, al que nunca conocí y de una madre muerta en extrañas circunstancias. Ahora, todo lo que sé es que mi vida ha sido una gran mentira. Mi padre fue uno de los escritores más importantes del panorama cultural de después de la guerra civil. Desaparecido para siempre y posiblemente asesinado. Muerto por una ideas que no eran bienvenidas en un mundo podrido y miserable del que aún no hemos emergido, porque aún seguimos siendo igual de hipócritas que antes... Mi madre. Todo el mundo trató de convencerme de que ella se suicidó. Una enferma mental, eso es lo que dijeron de ella, pero ahora ya no estoy seguro.
—¿Crees que tu madre fue...? —Beatriz no terminó la frase, dejó las palabras flotando en el aire, como motas de polvo que no desearan posarse nunca en el suelo por temor a advertir la realidad de ellas mismas.
—Sí —dije.
—Pero, ¿quién?
—Es por eso que tu padre me prohibió hablarte de esto, Beatriz. Es mejor que no sigas preguntando y que trates de olvidarlo todo. Yo haré eso mismo. No es una buena idea remover el pasado.
Ella asintió, pero no la vi muy convencida. En realidad yo tampoco lo estaba. Sabía que me iba a ser imposible olvidar todo lo que don Anibal me contó y también sabía que no iba a cejar en el empeño de descubrir toda la verdad, costase lo que costase, pero era mi deber mantener alejada a Beatriz de ese presunto peligro. Eso era lo único que importaba.
—Si cambias de opinión —me dijo —, siempre me encontrarás dispuesta a ayudarte.
—Lo sé.
•••
Antes de que don Anibal se despertase, decidí acercarme hasta el internado y recoger mis escasas pertenencias. Beatriz se aprestó a ayudarme.
—La verdad es que no tengo muchas cosas que traerme —dije.
—En esta vida lo importante no es solo saber valerse por uno mismo, que está muy bien; también hay que saber depender de los demás, aceptar su ayuda cuando te la ofrecen de buena voluntad y saber ser condescendiente, Diego.
La vi tan enfurruñada que no tuve más remedio que acertar su solucitud.
—Está bien, puedes acompañarme —dije.
Sonrió al saberse ganadora, pero lo que ella no sabía era que yo hubiera aceptado de igual forma para poder estar a su lado el mayor tiempo posible y es que, aunque aún no quería reconocerlo, algo en esa joven me atraía como el dulce canto de una sirena a un aturdido marinero.
Llegamos a mi antiguo internado un rato más tarde y Beatriz, un poco cohibida decidió esperar fuera.
—Puedes acompañarme si quieres, no creo que digan nada.
—Mejor te espero aquí —contestó.
Entré yo solo en el interior del edificio y me acerqué hasta el despacho de mi tutor. Don Julián se alegró mucho de verme y mucho más cuando le comenté lo bien que me encontraba en compañía de don Anibal.
—Me ha aceptado como a un hijo —dije.
—El viejo Anibal es una buena persona, Diego. Ten eso siempre en cuenta.
—Lo sé. Me ha explicado bastantes cosas de mi... pasado.
Vi como el rostro de mi tutor se transfiguraba en una mueca de sorpresa, pero rápidamente se rehízo.
—¿Qué te ha contado?
—La verdad, don Julián —dije —. Algo que usted nunca se atrevió a decirme.
—Sé que debí hacerlo, pero...
—Eso ya no importa. Ahora me gustaría conocer un par de cosas que aún no tengo claras.
—Puedes preguntarme lo que desees —dijo el profesor.
—¿Quién fue el asesino de mis padres, don Julián?
Vi como mi tutor tragaba saliva, pero no desvió la mirada de mis ojos.
—Su nombre es Braulio Gallardo... Ahora que lo sabes, ¿que vas a hacer? ¿Buscarás vengarte? ¿Piensas buscarle y matarle como él mató a tus padres?
—No lo sé —confesé —. Ese hombre me ha arrebatado la vida y me ha quitado todo, estaría en mi derecho hacerlo, ¿no cree?
—Si lo que pretendes es morir como ellos, sí. No tienes idea de nada, Diego. No sabes quién o qué es esa persona. Braulio Gallardo es el actual director de la policía. No es un cualquiera. Es alguien intocable.
—Comprendo —dije.
—Y yo te entiendo —dijo don Julián —. Es muy frustrante no poder hacer nada, lo sé. Pero todo eso pertenece al pasado, Diego. Es el momento de olvidar y de vivir tu vida, no de cometer una locura.
—Hay hechos que permanecen en la memoria, indelebles —dije —. Hechos que reclaman tu actuación porque si no se pudren, se enquistan y al final acaban por consumirte. Son como un cáncer que te devora por dentro poco a poco y día a día y lo único que puedes hacer es enfrentarte a ellos. He de estar loco, don Julián, porque creo que sé lo que debo hacer y sé que nada me detendrá.
—No podré ayudarte en eso, Diego. Es algo que tendrás que afrontar tu solo.
—Eso también lo sé. Mi segunda y última pregunta es: ¿Dónde puedo encontrarlo?
•••
Al salir del internado supe, con total claridad, que nunca volvería a poner los pies allí. Ese era el pasado que pretendía olvidar y del que no recordaría nada. A mis padres nunca les olvidaría y la injusticia cometida con ellos tampoco la olvidaría fácilmente.
Beatriz se levantó en el acto del banco en el que se encontraba sentada en cuanto me vio aparecer. Con una agilidad casi felina se hizo cargo de una de mis maletas y comenzó a caminar a mi lado sin decir palabra, aunque su silencio no duró mucho.
—¿Has logrado saber lo que buscabas? —Me preguntó.
—Sí —contesté.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—¿Por qué os empeñáis todos en preguntarme qué voy a hacer, cuando ni siquiera yo mismo lo sé?
—Quizás porque te apreciamos y tememos que puedas hacer una locura, Diego.
—A lo mejor es eso mismo lo que necesito hacer, una locura para no acabar volviéndome loco.
Beatriz se detuvo y me tomó del brazo mientras buscaba mis ojos.
—Te dije que te ayudaría, Diego, y estoy dispuesta a hacerlo, sea lo que sea.
—No podría pedírtelo, Beatriz —murmuré.
—No hace falta que me lo pidas.
Al llegar a casa de Beatriz, encontramos a don Anibal muy ajetreado. Tenía frente a sí, sobre la mesa del salón un pesado baúl abierto. A su alrededor, un buen montón de objetos desperdigados indicaban que aún no había logrado encontrar lo que buscaba.
—¿Qué estás buscando, papá?
Él nos miró como si no supiéramos quienes eramos, pero un segundo después parpadeó y pareció salir del trance en el que se hallaba sumergido.
—¿De dónde venís? —Nos preguntó, cambiando de tema.
—Hemos ido a recoger mis cosas al internado, venimos de allí —dije.
Don Anibal me miró, leyendo en mi rostro lo que no se atrevía a preguntarme.
—Sí —expliqué —, don Julián ha terminado de contarme lo que me faltaba por saber.
—¿Entonces ya has tomado una decisión?
—Aún no.
Don Anibal nos miraba alternativamente a Beatriz y a mí, preguntándose que sabría su hija y si yo había faltado a mi palabra.
—Diego no me ha contado nada, papá —dijo la joven —. Es más, no me ha dicho una sola palabra, lo que sé lo he adivinado yo al ver una fotografía de Rodrigo Peralta.
—Sí, Diego guarda un gran parecido con su padre —reconoció el librero —. Era lógico que tarde o temprano te dieras cuenta de ello. Por lo demás hay cosas que no deberías pretender averiguar, Beatriz.
—¿No eres tú el que dices que lo único que puede cambiar este mundo es ayudar a las personas necesitadas? —Replicó la joven —. Diego necesita nuestra ayuda, papá y yo creo que deberíamos dársela.
—Siempre me ha resultado muy difícil discutir contigo, Beatriz —dijo don Anibal —. En eso me recuerdas tu madre, ella siempre terminaba por ganar la partida cuando discutíamos.
—Lo sé.
—Si quieres que te lo cuente todo deberás prometerme que harás caso a cuanto yo te diga, ¿entendido?
La jovencita se llevó una mano al pecho en un gesto de teatralidad y lo prometió.
—Esto también va por ti, Diego —dijo mi patrón —. Quizás sea la única forma de que no cometáis una locura, aunque lo dudo...
—Se lo prometo, don Anibal. La seguridad de su hija está por encima de todo, en eso estoy completamente de acuerdo con usted —dije.
—Bien —dijo, Beatriz —. Ahora que los dos hemos prometido que nos portaremos bien, ¿puedes explicarnos que es eso tan importante que buscas?
—Busco una carta.
—¿Una carta? —Pregunté.
—Sí, una carta que tu padre escribió para ti, Diego. Me la entregó antes de desaparecer y me indicó que te la diera cuando llegase el momento. Yo le pregunté qué cuándo sería ese momento y él me contestó que lo sabría sin lugar a dudas. Creo que ese momento ha llegado, pero ahora no encuentro esa maldita carta...
Entre los tres volcamos el baúl sobre la mesa y nos afanamos en buscar aquella huidiza carta, fue Beatriz la que al final la encontró en el interior de una libreta llena de recortes de papel.
—¡La tengo! —Gritó y acto seguido me la entregó.
Fue su padre el que tomándola del brazo la obligó a salir del salón.
—Dejemos que Diego lea la carta a solas —dijo don Anibal.
Beatriz asintió y acompañó a su padre.
Me quedé solo con aquella carta por única compañía y rasgué el sobre.
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La memoria indeleble (Terminada)
Gizem / GerilimDiego Vargas, un joven de diecisiete años descubre un libro maldito. A partir de ahí, una oscura y misteriosa trama le rodea haciéndole dudar de la realidad. Peligros, mentiras y secretos desvelados envolverán al joven sin que pueda escapar de la s...