13/septiembre/1968

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Bocas cubiertas de cinta adhesiva. Eso fue lo primero que vi al llegar al Museo de Antropología. La gente aparecía de todos lados, tomándose de las manos para andar por las calles. En señal de protesta con el lema de "Si las palabras no sirven, tal vez el silencio sí"

Que estúpidos.

Parecían más que listos para marchar, pero nadie se movía de su lugar en cuanto se formaba en una fila. ¿Qué estaban esperando?

Instintivamente me llevé una mano al pantalón. Pocas eran las personas que me observaban, ya que yo no era más que un civil espectador. O al menos eso pensaban. Sin embargo las que lo hacían apartaban la mirada, intimidadas. No estaba haciendo nada fuera de lo normal, pero soy consciente que mi presencia nunca ha sido agradable. Una de ellas, sin embargo, siguió con recelo el camino de mi mano al pantalón. Sentí su mirada antes de que asomara el metal por debajo de la chaqueta.

Me crucé de brazos y giré para ver a mi observador, y en cuanto lo hice me topé con unos ojos oscuros. Su vestido azul con puntos blancos contrastaba con lo apiñonado de su piel, y su cabello negro le cubría las cejas.

Apreté la mandíbula. Esa chica no pudo haber visto el arma. Estaba seguro, pero sus ojos acusadores me evaluaban con dureza.

A pesar de llevar la cinta blanca cubriendo su boca, distinguí unos labios gruesos, ansiosos por seguir diciendo lo que sentía.

Entonces la marcha comenzó y el muchacho de enfrente tiró de su mano para que avanzara.

Me siguió con la vista hasta que no pudo voltear más.

Fui tras ella.

Bastaba con buscar su vestido azul entre las 250 000 personas que caminaban hacia el Zócalo para identificarla. La seguí a una distancia prudente, mezclado entre tanta gente que los observaba con admiración a los costados de las calles. "Que valientes muchachos" decían "Pelean por sus derechos sin siquiera abrir la boca". Y yo tuve que contener las ganas de responderles que hicieran lo que hicieran; bailaran, gritaran, cantaran, o lo que fuera. Nada cambiaría. Que en cierto modo sería mejor que mantuvieran sus hocicos así, con cinta, hasta que los ojos del mundo dejaran de estar posados en México y el gobierno no se viera obligado a callar sus alborotos.

Pero había cosas más importantes en los que debía concentrarme. Por ejemplo, en no desviar la mirada de su silueta ni un momento de las dos horas que duró la marcha. Cuando por fin llegamos, me detuve a un par de metros, ahora frente a ella para poder verla con más detenimiento. Para poder ver de nuevo cómo le caía el cabello negro sobre las mejillas lisas, y el sudor de su cuello.

"¿Qué estás haciendo Humberto?" me dije, a sabiendas que mi propósito ahí no era precisamente espiar niñas bonitas. "Aunque sólo es a una niña bonita" respondió mi voz interna. Le eché un último vistazo y di media vuelta. Tenía que irme de aquel lugar o si no iba a volverme loco.

Abrí la puerta de mi departamento de golpe y me dirigí directo al baño. El agua sobre mi rostro fue un alivio al repentino calor que me inundó desde que la vi en el Museo.

"La viste a ella"

Alcé la mirada al espejo, y en vez de encontrarme con un hombre de treinta años, me vi cara a cara con un sujeto demacrado. Las ojeras surcaban mis ojos claros, que bien serían más atractivos si no lucieran tan apagados.

"Y ella te vio a ti" "A esos ojos de monstruo" pensé.

Con las manos volví a echarme agua, como si así pudiera enjuagarla de mi cabeza.

-No seas ingenuo-susurré-. Ésa chiquilla apenas tendrá 22 años.

Y no volverás a verla.

Lo que fue del 68 y un crisantemo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora