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¿Por qué no podía alejarse de él?


— Gangrena de Fournier— diagnostiqué, levantando mis ojos hacia Mauricio.

— ¿Cien por ciento segura?

— Un noventa y cinco por ciento. Mirá— señalé la región perineal, sabiendo que me estaba evaluando, siempre lo hacía—. Hinchazón, enrojecimiento, calor y dolor... esto es todo tejido muerto. ¿Te imaginás lo que podemos encontrar si abrimos? Pus, una infección que va a seguir evolucionando si no operamos de urgencia. El pene hinchado, la pared abdominal...

No era trauma, era cirugía general, pero también me gustaba.

— ¡Preparen quirófano cinco! ¡Ya!

Esa forma que tenía de gritar ya me ponía muy nerviosa porque recordaba cuando quería que termine. Simplemente me gritaba esa palabra y yo cedía como alma en pena que lleva el Diablo, pero por sus manos, su inteligencia, su carrera, su hombría y... la operación duró siete horas. Para su mayor suerte, ese hombre que había operado se salvó porque lo agarramos a tiempo. La infección no entró en el torrente sanguíneo y pude extirpar quirúrgicamente todo el tejido muerto para que el bichito de la enfermedad no siga con su camino.

— El paciente, al tener diabetes es propenso y más susceptible a desarrollar este tipo de gangrena. En el noventa por ciento de los casos es fatal, pero si seguimos realizando toilettes, cirugías de seguimientos para limpiar la zona, vamos a eliminar todo el tejido muerto y de esa forma evitar que la enfermedad continúe con su camino.

Era increíble. Mauricio era tan inteligente que me ponía piel de gallina solo con escucharlo hablar con los familiares de los pacientes, tenía tanta paciencia para explicar y responder todas las preguntas, que me impresionaba. Cuando compartíamos quirófano, no le prestaba atención a él, pero cuando yo veía la operación desde afuera y él movía sus manos con ese barbijo, su gorro con dibujitos de cohetes especiales y esos lentes con marcos negros... ¡Ay, Cristo! Y mientras él hablaba con la esposa y la hija del señor que acabábamos de limpiar, lo observaba. Siempre tenía la costumbre de dejar sus manos quietas en el centro de su estómago. ¿Cómo hacía para hablar tanto por mucho tiempo y no gesticular? A mí me tenían que atar las manos porque comenzaba a revolearlas como si quisiera volar. Entonces, me reí en el momento más inoportuno.

— Espéreme en mi oficina, Doctora— dijo con voz gruesa.

¿De verdad?

— Claro.

Caminé muy nerviosa hasta el quinto piso y cuando llegué, abrí la puerta y me senté en el sillón de cuero negro que cubría de punta a punta una pared. Todos tendríamos que tener oficinas así de grandes y con esos sillones para poder descansar. Todos deberíamos tener la inteligencia de Mauricio. Cerré mis ojos mientras me quitaba el gorro con dibujitos de frutillas y dejaba caer mi pelo color dulce de leche hacia atrás, largo y lleno de ondas hasta las puntas. Moví mis hombros de un lado a otro y soné los dedos de mis manos. Entonces, me acosté boca arriba.

Me quedé dormida. Claro, vaya uno a saber cuánto tiempo había estado hablando Mauricio con la familia de su paciente... me desperté porque sentí sus manos en mis pies, me había quitado las zapatillas y estaba haciéndome masajes en las plantas. ¿Por qué tenía que comprarme de esa forma? ¿Y por qué me dejaba llevar?

— Estuviste increíble— susurró y abrí mis ojos.

Estaba sentado con su espalda apoyada en el respaldo y sus ojos recorrían todo mi cuerpo, me hacía sentir desnuda. Sí, podría tener tanta ropa que parecía una cebolla, pero igualmente sentía vergüenza por la forma en que me miraba. Es que, ¿siempre me había observado así y yo nunca me di cuenta?

El poder de las vocesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora