Capítulo 2: Castigo divino

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Casi todas las semanas, me echaban al pasillo por hablar en clase. Sí, soy demasiado parlanchín, ¿qué le voy a hacer? Bueno, era, cuando iba al instituto y podía hablar.

Estaba en el pasillo, solo, con mis pensamientos. Bueno, en realidad, solo. Entonces, se abrió la puerta de otra clase y apareció un chico con el pelo negro con las puntas teñidas de blanco. «Guau», pensé. «Hay que tener mucha personalidad para llevar el pelo así». Aunque eso sí, el pelo le quedaba perfecto a su tez morena. A esa carita adorable con facciones perfectas, dignas de un dios.

El chico no se dio cuenta de mi presencia. Cerró la puerta y se sentó en el suelo. Colocó la cabeza entre sus piernas. Y se quedó allí, inmóvil. ¿Qué le pasaba? De repente, empecé a escuchar sollozos. Estaba realmente preocupado, por lo que decidí acercarme.

—¿Estás bien?

Sus sollozos cesaron. Fijó en mí su mirada. Le sonreí. Se levantó y se fue al servicio. Allí me quedé, solo, de nuevo. No obstante, ahora sí que estaba acompañado por mis pensamientos. «¿Qué le pasará?» «¿Le habrá pasado algo a algún amigo o familiar?» «¿Debería ir a ver cómo está?» Este último pensamiento no paraba de aparecer y desaparecer en mi cabeza. Finalmente, fui al servicio para ver si seguía allí.

Al entrar, saludé, pero no obtuve respuesta. Miré por debajo de la puerta de cada cubículo y no vi a nadie. Abrí la puerta para irme de allí cuando escuché una tímida voz.

—Espera.

Se abrió una puerta y apareció aquel chico que había estado presente en mis pensamientos desde que había descubierto su existencia. Se me quedó mirando con unos ojos marrones preciosos. Jamás imaginé que unos ojos oscuros podrían ser tan bonitos.

Allí estábamos. Yo, embelesado por aquella mirada y él, esperando a que le dijera algo o a que le llegaran las fuerzas para soltar alguna palabra.

—¿Estás bien? —pregunté.

—¿Tengo pinta de estarlo? —dijo de forma brusca.

—Lo siento.

El silencio volvió a invadir el ambiente. Noté cómo le salía del ojo derecho una nueva lágrima, que brillaba más que el reflejo del sol en el agua. No quería que lo viera llorar, lo sé porque se dispuso a entrar al cubículo de nuevo. Pero no le dejé. Cuando se estaba dando la vuelta, lo cogí del brazo y lo traje hacia mí. El silencio del ambiente concluyó en un abrazo infinito. Ni él quería que acabara, ya que en el fondo no quería estar solo, quería alguien con el que poder desahogarse. Ni tampoco yo quería que terminase, no quería que se quedará allí, solo, llorando en su agonía. Sentía cómo sus lágrimas impregnaban mi camiseta. Sentía sus lágrimas sobre mi pecho. «¿Qué le habrá pasado?»

No sé cuánto tiempo duró aquel abrazo que para mí duró segundos. Solo sé que fue interrumpido por el timbre que indicaba el cambio de clase.

—Gracias —dijo el chico con una dulce voz tímida.

—Ya ves —dije con una sonrisa mientras se apartaba de mí para que viera que estaba encantado de haberle ayudado.

Se me quedó mirando a los ojos. Entonces, se oyó cómo entraba alguien al servicio. No sé por qué, pero su expresión facial cambió por completo y se fue sin decir nada. Allí me quedé, sin saber muy bien qué hacer. Por fin, salí corriendo para alcanzarlo, pero cuando llegué al pasillo, ya no había rastro de él.

La habitación de cristal | RAGONEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora