Capítulo 4

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«Manada»

Caían las últimas gotas de sangre desde la cabeza de un gorila de montaña, uno de los últimos trescientos ochenta ejemplares que continuaban con vida al interior del parque nacional Virunga, en la frontera de la república del Congo. Los últimos esfuerzos del enorme animal fueron desperdiciados en intentar sujetar a su cría, que yacía ya muerta por el impacto de una bala de alto calibre, proveniente de varios cientos de metros a la distancia. Aun estando en peligro de extinción crítico, y siendo parte de la lista roja de la UICN, no habían recibido ni la más mínima compasión al momento de su muerte.

Ahí, entre la vegetación, un cazador de cincuenta y ocho años llamado Joseph Ray, sacaba la vista de la mira telescópica de su rifle de caza Remington, que humeaba desde la punta del cañón, dejando ver una estela fantasmagórica, marcando el punto final en la vida de uno de los animales más magníficos que la naturaleza podría haber concebido. Retiró el casquillo y cargo una nueva bala, y apuntando una vez más, logró ver como el resto de la manada escapaba desesperada entre la densa jungla, alimentada por aguas de deshielo en la cima de los enormes montes. Sus presas habían huido.

Joseph Ray se puso de pie, dejando al descubierto su estatura de casi dos metros, mientras se colgaba nuevamente su clásica y antigua arma en la espalda. Era un hombre robusto, de tez rosada, y cabello canoso. Arrastraba tras de sí un enorme saco ensangrentado sobre un rudimentario carro, que movía en dirección a los cadáveres de los gorilas que acababa de cazar.

Abrió la bolsa, que emanaba un pestilente olor a sangre, atrayendo así centenares de moscas que producían un zumbido ensordecedor. Metió el pesado cadáver de la madre en el interior, y luego, sujeto a la cría con su brazo derecho, arrojándola con fuerza contra la vegetación. Pateó la bolsa con desprecio varias veces, y se alejó corriendo hasta perderse entre el follaje nuevamente.

Había una calma inquietante, no se oían cantar a las aves ni se veía animal alguno deambulando en el claro. El tiempo corría lentamente, mientras el cálido y húmedo viento de África central azotaba la vegetación del sotobosque, moviendo también las ramas y las largas hojas de las palmeras y helechos lado a lado. Pasarían casi dos horas para que una pareja de leopardos melánicos se acercaran sigilosamente, muy agachados entre la alta vegetación, para olfatear aquella pestilente bolsa de género que habían rastreado desde kilómetros a la distancia.

La hembra puso su enorme pata negra sobre la mancha del saco, dejando ver su hocico ensangrentado, pues habían encontrado poco antes el cadáver de la pequeña cría, que actuó como cebo para atraer a los enormes depredadores hasta aquel paradisíaco festín carnívoro. Sacando sus enormes garras desde los peludos dedos de su pata, rajó aquella molesta funda artificial, dejando al descubierto los restos ya fermentados de por lo menos quince gorilas adultos. La pareja de félidos abrió sus poderosas fauces, dejando ver unos caninos de varios centímetros de largo, y antes de que pudieran poner sus hocicos sobre aquella —para ellos— suculenta comida gratuita, casi al unísono, dos disparos atravesaron el claro desde contraviento, dándoles de lleno, y derribándoles sobre aquella pila de cadáveres de gorilas.

Pocos segundos pasaron para que Ray saliera desde la selva, seguido por un enorme hombre calvo, con un descuidado bigote mostacho color gris, manchado de lodo y sudor igual que su arrugada piel. Se trataba de Mihail Petrov, un cazador ruso de cincuenta y siete años que trabajaba con Ray, y que al igual que él, había sido soldado hacía ya mucho.

—Se tomaron su tiempo estos bastardos —exclamó Petrov, escupiendo una extraña mezcla de fluidos babosos y verdes.

—Sí, pero era justo como lo predije —contestó desganado Ray—. No se iban a resistir, son igual que todas las bestias.

Prehistoric Kingdom (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora