«La crisis de DNAGRA»
A inicios del siglo XX, el mundo vio el nacimiento de muchas nuevas técnicas científicas para la manipulación de organismos vivos en ambientes de laboratorio. Los estudios acerca de la recientemente explorada biología molecular, sentaron sus bases en este punto de la historia, iniciando con ello un efecto dominó que abrió las puertas para muchos de los más grandes e importantes descubrimientos con los que las ciencias naturales lograrían hacerse. Sin embargo, los precursores de la genética moderna comenzaron a minar este campo desde mucho antes.
Todo comenzó en el siglo XIX con Gregor Mendel, un jardinero ateo que decidió volverse monje para acceder a una educación gratuita y completa. Fue realizando entrecruzamientos de dos variedades de guisantes que Mendel descubrió los mecanismos en que sus características se heredaban a la siguiente generación, factores —hoy llamados genes—, que más adelante se descubriría que guardarían las instrucciones para plegar una determinada proteína.
Durante 1869, un médico suizo llamado Friedrich Miescher, descubrió una molécula misteriosa en restos de pus provenientes de vendas quirúrgicas desechadas en la guerra, a la cual bautizó como nucleína. Para finales de 1919, Phoebus Levene descifró los componentes que formaban esta nucleína, para que once años más tarde, junto a su mentor, Albrecht Kossel, pudiesen notar que la molécula de Miescher era realmente un ácido nucleico, al que llamarían ácido desoxirribonucleico, o ADN, para abreviar.
En 1944, Frederick Griffith estableció la función de esta molécula mediante un estudio de dos cepas de la bacteria Pneumococcus, causante de la neumonía, determinando que la molécula era responsable de la herencia de caracteres mediante la codificación de información. Ya en los años 50, James D. Watson y Francis Crick trazaron la estructura del ADN como una doble hélice tridimensional, que se mantenía unida por enlaces de hidrogeno, favoreciendo también su replicación. Así, los cimientos de la ingeniería genética pavimentaron el camino para los más grandes eventos científicos de aquella época.
Ya en 1952, todos los conocimientos adquiridos durante décadas en el campo de la genética, desencadenaron en una serie de avances tecnológicos y nuevas aplicaciones que aprovecharon la biotecnología y la farmacéutica. La ingeniería genética era una realidad, y en ese mismo año, los logros previos de los científicos más destacados de inicios de siglo, se pusieron a prueba al extraer el ADN de núcleos celulares de ranas adultas, insertándolos en huevos no fecundados para desarrollar embriones viables capaces de desarrollarse hasta el nacimiento. Se había logrado, por primera vez en la historia de la humanidad, producir un animal clonado.
Algo que en teoría era poco complicado, como copiar artificialmente un organismo vivo, ya despertaba un sinfín de dilemas respecto a «la falta de ética y moral» de este procedimiento, principalmente por parte de los sectores más religiosos de la sociedad. No eran pocos los que estaban en contra de todas estas nuevas técnicas científicas, que afirmaban, llevaban al hombre «a jugar a ser Dios». Sin embargo, lejos de detenerse por la presión de los creyentes, la ciencia continuó progresando a paso firme, hasta que finalmente, se consiguió el hito histórico de romper la barrera entre especies.
Fue en 1973 cuando dos científicos, Herbert Boyer y Santley Cohen, estudiando la bacteria Escherichia coli, lograron lo impensable: transfirieron ADN de una especie de bacteria a otra. Este fue el inicio de una larga lista de organismos transgénicos que la ciencia concebiría, pues sin ir más allá, unos meses más tarde, Rudolph Jaenisch crearía el primer animal transgénico: una rata común con fragmentos de genoma viral. La era de la transgénesis había iniciado, cimentando el camino para un sinfín de mejoras en productos orgánicos. Poco a poco se hicieron comunes los cultivos resistentes a herbicidas, bacterias y hongos, junto a aquellos diseñados genéticamente para incrementar sus valores nutricionales.
La medicina había tomado también parte en estas aplicaciones de la genética, algunos alimentos venían dotados de antígenos que no necesitaban ser inyectados en una vacuna, simplemente podían ser ingeridos para iniciar la producción de anticuerpos por parte del sistema inmunológico al absorberlos en el tracto digestivo. Incluso, se comenzó a utilizar ratas con genes que desarrollaban partes humanas, las cuales podían ser extirpadas y trasplantadas.
Esto, sin embargo, no estuvo exento de polémicas, puesto que la opinión pública ponía en duda estos beneficios, exponiendo por su parte preocupación y molestia ante el posible riesgo que estos productos podían presentar para la salud humana y el medio ambiente. Y es que bien usada, la transgénesis era un excelente mecanismo que permitiría a la humanidad mejorar su calidad de vida e incrementar los niveles de producción para una cada vez más sobrepoblada tierra. Pero en las manos equivocadas, era una ciencia peligrosa que podía causar daños irreversibles en el planeta. No en vano aquella famosa frase adjudicada a Albert Einstein, luego de ver lo devastadora que fue la bomba nuclear: "Si hubiese sabido que pasaría esto, hubiese sido relojero".
A pesar de ello, durante 1975, un grupo de pequeñas, pero adineradas empresas dedicadas a la biotecnología, vieron potencial al área, y se organizaron para investigar nuevos campos de aplicación para la transgénesis. Aquella asociación dio nacimiento, varios años más tarde, a una sola compañía transnacional llamada DNAGRA. Los miembros fundadores, todos jóvenes de no más de treinta años de edad, establecieron el consorcio como una empresa dedicada a la mejora de organismos animales, pero también vegetales, con fines alimenticios.
En los años 60, varias compañías dedicadas a la biotecnología, incluida la famosa transnacional dedicada a la producción de alimentos transgénicos, Monsanto, habían sido contratadas por el gobierno de los Estados Unidos para elaborar un químico herbicida, el cual sería usado en la guerra de Vietnam para destruir la selva tropical, privando a sus habitantes de escondite y fuentes de alimento. El denominado «Agente naranja», nombrado así por el color de sus contenedores, era parte de los llamados «Herbicidas arcoíris», un conjunto de armas químicas que además de deforestar la zona, causaron graves malformaciones y afecciones a la salud de quienes tuvieron contacto con ellos. Esto llevó a un largo juicio en los años 80, en donde soldados veteranos estadounidenses habían denunciado graves daños a su salud debido a la exposición al químico, lo que condujo a que la opinión pública repudiase aún más a estas multinacionales involucradas. Aquello favoreció a DNAGRA, que fuera de la polémica, aumentó sus ventas, alzándose como la principal productora de animales transgénicos, mientras que, en el área agrícola, sólo era superada aún por Monsanto.
Mas el éxito de la compañía se vio segado cuando, a finales de los años 90, un activista consiguió infiltrarse en una de las principales plantas de producción de la compañía, grabando en vídeo a las escalofriantes criaturas de las que DNAGRA obtenía su carne. Pronto todo el mundo supo que la carne que compraban en las tiendas, provenía de abominables quimeras transgénicas de gruesa piel escamosa y seca, similar a la de un cocodrilo. Habían tomado como genoma base animales de producción ordinarios, pero les habían otorgado características de reptil, como un metabolismo lento propio de las criaturas ectotérmicas. Engordaban mucho y comían poco, era totalmente rentable, sin embargo, a ojos de la población mundial, era repugnante y poco ético.
Poco tardó la competencia en armar un boicot, convenciendo a los consumidores de no comprar los productos de DNAGRA. Si bien la ley no establecía prohibición alguna sobre la manipulación genética de animales de producción, varias organizaciones y empresas competidoras pusieron una querella por publicidad engañosa, al vender productos tan grotescos bajo la ilusión de ser simple ganado corriente.
Para salvar la compañía, se decidió destituir y desvincular al entonces presidente de la junta directiva. El juicio se alargó hasta 2007, donde un cierre indefinido de todas las sucursales en el mundo marcó el final de una de las más poderosas transnacionales alimenticias.
Los antiguos miembros de la compañía habían disuelto su asociación ante la ley, pero seguían reuniéndose periódicamente para decidir el rumbo de sus empresas, asociadas en un nuevo y secreto proyecto, del cual sólo los miembros más calificados de la directiva tenían conocimiento. El resto de la junta, además de sus inversionistas, sólo sabían que se estaban llevando investigaciones respecto a extracción y secuenciación de genes. De qué o para qué, era un completo misterio, pues se limitaron a informarles que la denominación en clave de la operación era «Proyecto ARK».
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Prehistoric Kingdom (EN EDICIÓN)
Ciencia FicciónHistoria destacada en Ciencia Ficción de Agosto del 2018. Una multinacional dedicada a la producción de transgénicos ganaderos ha sido clausurada, y bajo la protección de un influyente y avaro político estadounidense, comienzan a desextinguir a las...