Génesis

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Las mujeres avanzan despacio, al ritmo de su cántico. Las lágrimas se deslizan por sus rostros, dejando surcos allí por donde pasan. Mientras los niños mayores intentan mantener la compostura, los pequeños se agarran a las faldas negras de sus madres en busca de consuelo. El dolor se refleja en todos ellos. Roateus los observa apartado, su rostro inexpresivo. La marabunta de telas negras se detiene en el Ascenso, allí se encuentran las piras funerarias con los cuerpos de los exploradores. La expedición, formada por diez hombres, salió a la Niebla cuatro noches atrás. Esa misma mañana volvieron solo cuatro, trayendo a tres de los caídos. Las bestias se habían encargado del resto. Un hombre ataviado con una gran capa avanza hacia las piras con una antorcha encendida y se gira hacia el pueblo. La luz se refleja en su pelo plateado y las sombras profundizan sus arrugas, haciéndolo ver más mayor de lo que es. Dante alza la antorcha con gesto solemne. Roateus lo analiza detenidamente, con las ropas funerarias es imponente, casi intimidante. Si no lo conociera le sería impensable imaginar que bajo las capas de pieles se encuentra un cuerpo delgado, casi en los huesos, parecido al suyo propio. Tal vez si Roateus fuera tan alto como él, podría llegar algún día a infundir el mismo respeto, aunque fuera solo en los rituales.
Tres mujeres se apartan del grupo, cada una con su propia antorcha, y se acercan en fila hacia Dante. Este prende una a una sus antorchas, después cada mujer se acerca a una pira. El cántico se detiene. Roateus casi puede ver a su madre, años atrás, realizando el mismo ritual por la muerte de su padre y a sí mismo tras la muerte de ésta. Las mujeres alzan sus brazos, compenetradas como si fueran un solo ser, y lanzan las antorchas prendiendo las piras, cuyas llamas se alzan hasta el cielo nocturno. El cántico vuelve, más alto, más fuerte. Le cuesta respirar. Entonces todo el pueblo se mueve y deposita sus ofrendas a los pies del Ascenso, aquellas escaleras que llevan al Gran Templo de los dioses, y Dante lanza finalmente su antorcha prendiéndoles fuego. Los regalos son el pago por el viaje, así los dioses protegerán y guiarán sus almas hacia el otro lado. La ira empezó a invadirlo. Su pueblo siempre había realizado los rituales a rajatabla, con las ofrendas correspondientes a cada dios sin excepción, por mucha falta que les hicieran a ellos mismos. Entonces ¿por qué? ¿Por qué los dioses nunca los correspondían? Daba igual las ofrendas, los rituales, regalos, oraciones que hicieran, la muerte y desgracia los acompañaban a cada paso.
Roateus cierra los ojos, respira hondo y suelta el aire lentamente por la nariz. Los abre y centra su atención en el fuego, ese gran mar escarlata de destrucción. Se permite imaginar. Imagina que aquello que arde no son los cuerpos de los muertos ni las ofrendas. Imagina sus gritos, sus ruegos, sus lágrimas… El sufrimiento surcando sus rostros porque saben que se acerca el final. Imagina la caída de los dioses. Y entonces lo jura: él se encargará de que suceda. Si en ese momento Dante girase en su dirección, lo vería a través de las llamas y envuelto en tinieblas, con una sonrisa desquiciada sedienta de sangre y una mirada ávida de muerte. Si Dante se girase, no sería capaz de decir que él era humano.

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