I. Cuando ella canta, las aves se detienen a escuchar.

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Aquella criatura que anteriormente era rosada se adentraba al gran lago de lodo que integraba en su corral junto con otros cerdos más pequeños, sonrió divertido ante aquella muestra de despreocupación, acercó su pequeña mano al corral.

―¡Peeta! ¿Qué diablo crees que haces, crio estúpido?

El pequeño rubio brincó ante semejante muestra de afecto de su madre y observó sus zapatos como si fuesen la cosa más interesante. Estaban manchados de lodo, a pesar de no estar en las mejores condiciones porque fueron de su hermano, Peeta debía cuidarlos o tendría en consecuencia las mejillas rojas. Se adentró a la casa a pasos pequeños y rápidos. Su madre levantó la mano pero algo la detuvo.

―Mujer, es su primer día en la escuela ¿Esa imagen quieres que tenga?

Sin decir nada, salió de la cocina hecha una furia por reprimir la ira que el noventa por ciento de las veces la dominaba. Su padre tomó su pequeña mano entre la suya regordeta para salir de la panadería rumbo al edificio académico.

Sus padres eran polos por completo opuestos, a su corta edad podría percibirlo y la curiosidad abrumadora de la edad lo incitaban a preguntar cómo es que un hombre tan noble y amable como su padre encontró algo en su madre que lo llevó a casarse. Sabía que si preguntaba en la cena, sería reprendido, por lo que optó responderse a sí mismo, ella debe tener algo verdaderamente agradable que no deja que él o sus hermanos vean que los hace permanecer juntos, además que la situación no deja otra alternativa.

A Peeta le gustaba mucho más la compañía bondadosa de su padre, en eso eran similares y solía entenderse bien. Su padre se detuvo a la entrada de la escuela e inesperadamente una sonrisa escapó de sus labios. El joven Mellark siguió aquella brillosa mirada encontrándose a una pequeña niña de su edad, con un vestido de cuadros rojos y su largo cabello recogido en dos encantadoras trenzas. Unos curiosos ojos grises que eran bastante populares entre la gente de la veta, la zona pobre del distrito 12.

Aunque el calificativo pobre estaba entre comillas, porque nadie tenía mucho dinero en este sitio, ellos mismos se alimentaban del pan rancio que nadie compraba al no contar con el dinero. Peeta odiaba el pan rancio. Una vez tuvo la brillante idea de llevarse un pastelillo recién hecho a la boca, su padre tuvo que detener a su madre para que no le dejará tan rojas las mejillas, aunque estas tenían un color carmesí similar a la sangre, bueno, le había abierto el labio.

La niña estaba junto a una mujer que era su polo opuesto en todos los ámbitos. Rubia, con los orbes de un azul intenso, expresivos y cálidos, en sus brazos sostenía a una pequeña niña de aproximadamente un año que era su vivo retrato. La mujer se alejó despidiéndose con la mano viéndose obligada por él bebe en sus manos que lloraba con ganas, así que dejó a la castaña formada en la fila.

―¿Ves a esa niñita? Quería casarme con su madre pero ella huyó con un minero.

Peeta alzó la mirada hacia su padre con los ojos reflejando su sorpresa. El panadero se puso en cuclillas para alcanzar la altura del menor de sus hijos.

―¿Un minero? ¿Porque quería a un minero si te tenía a ti?

En cuestiones del amor, el pequeño Peeta no tenía ni idea. Su padre alguna vez fue un hombre atractivo con aquel cabello rubio y ojos arrebatadoramente celestes que había heredado de él, pero que su estilo de vida, horas en los hornos y con muchas cicatrices ganadas en la creación de los panes, su padre se veía apagado, aunque aún guardaba un aire amable.

Alguna vez sus hermanos le explicaron que los comerciantes tenía un aspecto más refinado que la gente de la veta, que eran muy similares con aquel cabello oscuro y orbes grises, tal vez por la gran parte del tiempo que pasaban trabajando en las minas.

Así que esa mujer en algún momento fue de la parte adinerada del distrito, se apreciaba o eso pudo concluir con inocencia el pequeño rubio.

―Porque cuando él canta...hasta los pájaros se detienen a escuchar.

El Mellark observó con profunda confusión a su padre ¿a que se referia con eso? ¿pajaros deteniéndose? Pensaba que estaba jugando con él o que eran asuntos que jamás comprendería, o no a esta edad, sino cuando fuese mayor. Se adentró a la escuela despidiéndose con la mano de su padre y el día transcurrió bastante bien.

Peeta tenía una facilidad de la palabra, asi que con rapidez se juntó con algunos niños que eran de la zona de comerciantes, aunque no pudo evitar entre clases mirar a aquella niña que su padre le había enseñado ¿acaso esa familia tenia algo especial? Bueno, a él le parecía una niña común, sencilla, como cualquier otra en el salón aunque...algo en ella destilaba misterio.

La última clase que tuvieron fue la de música, algo verdaderamente extraño en el distrito, ya que escucharla no era algo común, tal vez solo era para mantener el interés de los más jóvenes.

―¿Quién se sabe la canción del valle? ―Habló la maestra de música, una mujer muy delgada con un aire armonioso.

Peeta miró a sus compañeros a los lados, viendo algún voluntario. Él no la conocía, jamás había escuchado de ella y por la expresión del rostro de los demás, era poco conocida. Entonces observó más allá, a dos filas y para su sorpresa a aquella niña levantando como una bala su mano. Al deslizar su mirada por el salón y no ver a nadie más con la mano en alto dudó un segundo, bajando ligeramente su brazo.

―¿Katniss Everdeen, cierto?

Ella confirmó con la cabeza. La maestra la hizo pasar al frente subiéndola a un taburete y le indicó que podría empezar cuando quisiera. El rubio suspiró un poco fastidiado y observó hacia la ventana del muro derecho, donde había un frondoso árbol con algunas aves saltando entre sus ramas, suaves cantos brotaban de sus picos.

El sonido brotó de los labios de la niña enfrente llenando el aula, las palabras al inicio salieron dudosas de su boca, pero en algún punto cada nota se volvió armoniosa. Peeta miró aquella pequeña figura al frente, esos orbes grises con una chispa en ellos y escuchó por primera vez el fuerte y doloroso latir de su pequeño corazón. En ese momento notó un silencio curioso en el aula y sin pensar observó a las aves del árbol. Ellos habían dejado de cantar, estaban quietos inclinando la cabeza, mirando a la chica de trenzas desde la ventana.

El Mellark se llevó la mano a su pecho intentando descifrar aquellos nuevos y abrumadores sentimientos que a su corta edad no había experimentado, entonces la niña cantó la línea final y una punzada golpeó con fuerza la boca de su estómago.

Las aves levantaron el vuelo y reprodujeron la melodía de Katniss mientras se alejaban.

Peeta en ese momento supo la arrolladora verdad que se alzaba con dominancia enfrente suyo mientras miraba a la castaña tomar asiento. Él comprendió con total claridad las palabras que su padre le dedicó en la mañana sobre el minero y lo entendió, el rubio a la corta edad de cinco años, entendió que estaba perdido.

Porque cuando Katniss cantaba, todas las aves y su propio corazón se detenían a escucharla.

Una fermentación sentimentalWhere stories live. Discover now