4.5 Amory resentido

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Lenta e inevitablemente, pero con un violento estertor final, y mientras Amory seguía hablando y soñando, la guerra llegó hasta las playas para bañar las arenas donde Princeton jugaba. Todas las noches, el gimnasio resonaba con los ecos de los pelotones que barrían el piso y borraban las líneas del básket. En el siguiente fin de semana fue a Washington, donde captó el espíritu de crisis, que se convirtió en repugnancia en el coche-cama de vuelta, con todas las literas ocupadas de malolientes extranjeros, griegos, suponía, o rusos. Pensaba en cuánto más fácil era el patriotismo en una raza homogénea, cuánto más fácil hubiera sido luchar como lucharon las colonias o como luchó la Confederación. No pudo dormir en toda la noche, desvelado por las carcajadas y ronquidos extranjeros que llenaban el coche con el acerbo aroma de la más reciente América.

En Princeton todo el mundo bromeaba en público; y en privado, se decían a sí mismos que, al menos, sus muertes serían heroicas. Los estudiantes de literatura leían a Rupert Brooke apasionadamente; los amanerados se preocupaban de si el Gobierno permitiría el corte a la inglesa en el uniforme de los oficiales; y unos pocos recalcitrantes escribían a oscuros servicios del Departamento de Defensa, tratando de conseguir un puesto fácil y una cama blanda.

Al cabo de una semana Amory vio a Burne y comprendió al instante que toda discusión era inútil; Burne se había decidido por el pacifismo. Las revistas socialistas, un conocimiento muy superficial de Tolstoi y su vehemente anhelo por una causa que le absorbiera todas sus fuerzas, le habían empujado finalmente a predicar la paz como un ideal subjetivo.

—Cuando entró el ejército alemán en Bélgica —empezó—, si todos los habitantes hubieran seguido dedicándose pacíficamente a sus asuntos, el ejército alemán se habría desorganizado...

—Ya lo sé —interrumpió Amory—. Ya he oído eso, pero no quiero hacer propaganda contigo. Es posible que tengas razón, pero hacen falta cientos de años para que la no-resistencia sea una realidad tangible.

—Pero escucha, Amory... —Burne, ya hemos discutido... —Muy bien.

—Sólo una cosa: no te pido que pienses en tu familia o en tus amigos, porque ya sé que, frente a tu sentido del deber, te importan una higa; pero, Burne, ¿cómo sabes que las revistas que lees, las sociedades que visitas y los idealistas que frecuentas no son «alemanes»?

—Algunos lo son, naturalmente. —¿Cómo sabes que no son germanófilos? Todos son unos débiles con nombres judíos y alemanes.

—Es posible, desde luego — respondió con tranquilidad—. Yo no sé si mi postura se debe mucho o poco a la propaganda que he oído; pero pienso que es mi convicción más íntima, como un camino que tengo que recorrer.

Amory se sintió desfallecer.

—Pero piensa en el negocio que haces; nadie te va a martirizar por ser pacifista, pero te dejarán de lado con lo peor...

—Lo dudo —interrumpió.

—Todo eso me huele a la bohemia de Nueva York.

—Ya sé lo que quieres decir; por eso no estoy seguro de dedicarme a la agitación.

—No eres más que un hombre, con todo lo que Dios te ha dado, decidido a predicar en el desierto.

—Eso es lo que debía pensar Esteban hace muchos años, pero hizo su prédica y le asesinaron. Probablemente cuando estaba muriendo pensó que había perdido el tiempo. Pero ya ves, siempre he creído que fue la muerte de Esteban lo que se le apareció a Pablo en elcamino de Damasco y le indujo a predicar la palabra de Cristo por todo el mundo.

A este lado del paraíso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora