2. Villa García Romero

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Agoney

- Tienes la lista de números de emergencia que te dimos? – Alfred se disponía a salir de su casa caminando a mi lado por el pasillo de su casa mientras me tendía las llaves de esta. Amaia le estaba esperando con las dos maletas en la puerta dando golpecitos con el pie en el suelo.

- Alfred, no te preocupes. Con todo lo que me dieron estoy preparado para que Elga y yo sobrevivamos a una guerra nuclear. – Realmente me tuvieron toda la mañana en el comedor explicándome la rutina que tenía Elga. Todavía no había empezado la guardería, así que toda esta semana la tenía que pasar pegado a mi ahijada.

- Va Alfred, tenemos el vuelo en una hora y llegaremos tarde. – La paciencia de Amaia se estaba agotando.

Ya se habían despedido de la niña hace un rato antes de que se quedara dormida. Por lo menos estas primeras horas me las podía pasar en el sofá viendo alguna serie de Netflix sin preocuparme.

- Muchachos no se preocupen, váyanse ya que perderán el vuelo. Recuerden ponerse protección que en México el sol pega mucho y no les quiero tener como dos gambas cuando vuelvan. – Ambos se me abalanzaron para abrazarme.

- Muchas gracias Agoney, esto es muy importante para nosotros. No solo el hecho de que te quedes con Elga y podamos irnos de vacaciones, si no que queremos que la niña pase tiempo contigo y te tenga como uno más de la familia. – Me decía Alfred mientras me apretaba la espalda con su mano.

Una lágrima intentó asomarse en mis ojos mientras se me dibujaba una sonrisa en la cara al estar abrazando a esas dos personitas que significaban tanto para mí. Que me habían regalado el poder ver crecer a Elga y que ya empezase a pronunciar "tito Ago", algo que me llenaba de orgullo y de alegría. Tenía muy buena relación con mi hermana Glenda, que todavía vivía en Tenerife con su novio, pero esto de darme sobrinos no es algo que le llamara mucho la atención precisamente. Así que Elga es lo más cerca que tengo de ser tío.

- Venga, cuídense. ¡Y pásenlo bien, ya me enseñarán fotos a la vuelta!

- ¡Sobre todo no apagues las luces del patio cuando salgáis! – Me dijo Alfred mientras se alejaba y me apuntaba con el dedo. Este chico tenía una manía con las luces importante, porque me lo repitió veinte veces en lo que llevaba de mañana.

- ¡Que sí, no te preocupes!

Cerré la puerta mientras ellos avanzaban hasta el coche que les estaba esperando para llevarlos al aeropuerto.

Me dirigí a la que por una semana entera sería mi habitación. La verdad es que no me podía quejar. La casa de Alfred y Amaia era un dúplex situado cerca de la playa en las afueras de Barcelona. Tenía piscina, un estudio donde Alfred trabajaba, un jardín enorme que Amaia tenía precioso y cuatro habitaciones: la suya, la de Elga y dos para invitados. Yo me quedé en una de ellas, la más grande. Era una habitación totalmente blanca, con suelo de parqué. Había una cama de matrimonio de unos dos metros en el centro con un montón de cojines y unas sábanas blancas, un armario de madera empotrado con un espejo en el que me podía ver de cuerpo entero, un escritorio con una lamparita y una alfombra de pelo de color beige en el centro de la habitación.

Ya que la niña estaba dormida me hice con el intercomunicador que tenían para vigilarla mientras estaba en su habitación. Miré la pequeña pantalla en blanco y negro y vi que estaba durmiendo a pierna suelta. Así que lo puse en el escritorio que tenía y me dispuse a meter toda mi ropa en el armario.

Pasaron dos horas cuando la niña comenzó a llorar. Eran las 5 de la tarde cuando yo estaba tirado en el sofá viendo una de esas películas que echaban en la televisión, no me estaba enterando de mucho porque la mayor parte del tiempo estaba con mi móvil mirando mis redes sociales mientras comía patatas de bolsa, hasta que ese cacharro empezó a emitir una especie de sonido parecido a un llanto. En la pequeña pantalla se podía ver a Elga de pie en su cuna llorando y moviendo los barrotes.

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⏰ Last updated: Jul 09, 2018 ⏰

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