Capitulo 1

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El hombre viejo depositó unas flores ante una tumba, susurró un padrenuestro entre dientes, extrajo un pañuelo del bolsillo y lustró cuidadosamente la litografía de su finada esposa, que parecía mirarlo tristemente desde la pared del panteón. Cumplido el rito caminó por la fúnebre avenida rumbo a la salida. Le llamó la atención una señora vieja que, frente a una suntuosa tumba, hacía lo que no debía hacerse ante ninguna tumba, suntuosa o humilde: maldecía.
-¿Puedo ayudarle en algo, señora?
-Sí, vaya y consiga con el Intendente una resolución que prohíba hacer caca en este santo lugar.
-No me diga que usted...
-No la hice yo. ¡La pisé, señor mío!
Se había sentado y con infinito asco y esfuerzos musculares olvidados trataba de sacarse el zapato mancillado por la humana miseria.
-¿Me permite...?
El señor viejo ayudó galantemente ala señora vieja a despejarse del zapato, y se puso a limpiarlo cuidadosamente contra el césped que había invadido una losa olvidada.
-Es usted muy gentil, señor.
-Jamás paso de largo ante una dama en apuros -dijo el señor viejo-. Parece que el zapato ya está limpio, aunque todavía huele.
-Gracias -dijo la señora vieja y se calzó el zapato.
El hombre viejo miró el retrato de un caballero de mirada dura tras los cristales del sepulcro, y abajo una leyenda. Jamás te olvidaremos. Tu esposa e hijos.
-¿Su marido, si no es mucha curiosidad?
-No, es mi padre. El retrato de al lado es mi madre. Estoy casi sola.
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-¿Viuda con hijos?
-No, soltera con un hijo. Soy lo que se dice una madre soltera. O, mejor, una abuela soltera.
-No me cuente si le duele.
-¿Quién le dijo que me duele? Me hubiera dolido más ser soltera sin hijos. Y hubiera llegado a ser una abuela sin nietos.
-Me gusta usted, señora. Toma la vida en solfa.
-Tomarla en serio es muy triste. Me entristece la tristeza. ¿Y usted? Permítame decirlo. Luce usted elegante, y distinguido con esos cabellos blancos. Lástima que huele a caca.
-¡Lo que huele es su zapato, señora!
-No me contestó la pregunta. ¿Toma la vida en solfa?
-Hum... diría que no.
-¿Y qué espera? ¿Espera llegar a morirse con ese porte tieso y pacato?
-¡No espero morirme de ninguna manera!
-¿Ochenta años?
-Hum... setenta y nueve.
-Ya es hora de que piense en la muerte.
-¿Y usted piensa en la muerte?
-¡Sí, por eso tomo la vida en solfa! ¿Casado?
-Viudo.
-Con hijos.
-Con ex hijos.
-¿Cómo dice?
-Se fueron todos. Vivo solo. Bueno, es un decir. Hay una dama que...
-¡Ya, ya, ya, hombres, hombres, hombres!
-¡Tiene ochenta y cinco años, señora! Se supone que es la encargada de la limpieza y darme los remedios a hora. No limpia nada y los remedios a la hora se los doy yo. Y no me diga que la eche. Es reliquia de la familia.
-Y usted ¿vive sola?
-Con dos gatos y un perro. Los gatos se llaman Gorbachov y Lenin y el perro Bush. Es, como tener un poquito el podrido mundo en casa.
A lo lejos se oye un trueno lejano y empieza a obscurecer.
-Bien aviada voy a estar si me mojo y me agarra la sinusitis. Buenas tardes, caballero.
-La acompaño. El hombre viejo y la mujer vieja caminan por la —11→ avenida central. Ella pisa una baldosa floja y trastrabilla. El hombre viejo la sostiene gentilmente del brazo. Ya no la suelta. En el gran portal una anciana increíblemente nariguda le ofrece un lirio -caído de una corona- al señor viejo.
-¿Una flor para la señora?
El hombre viejo le da un billete y ofrece versallescamente la flor a la señora vieja. Ríen a dúo.
-¡Nos tomó por marido y mujer! -dice ella. Luego lo mira de pies a cabeza y dice-: No me hubiera casado jamás con usted.
-¿Y se puede saber por qué?
-Habrá sido un joven demasiado solemne.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque es un viejo demasiado solemne. Yo detesto la solemnidad. Jesús, empieza a llover.
-No se preocupe. Yo la llevo.
-¿Me lleva adónde?
-¡A su casa!
-¿Cómo?
-¡En mi coche!
-¡No me diga que usted maneja!
-¿Con quién cree que está tratando, con un paralítico?
-¿Pero maneja de veras?
-Señora, me siento al volante, arranco, ¡brrrummmm y empiezo a andar!
-¿Y cuál es su coche?
-Aquél.
-¿El negro?
-¡El mismo!
-Por todos los cielos... ¡es un armatoste!
-No ofenda, señora, no ofenda. ¡Es un Buick Dinaflower de ocho cilindros en línea modelo 1949! ¡Es un Clásico!
-En 1949 yo era todavía suficientemente joven como para bailarla pachanga. Si ese coche se fabricó cuando yo bailaba la pachanga, se está cayendo a pedazos.
-Pero anda. ¿Vamos?
Corriendo de la lluvia que empieza a arreciar, abordan el enorme automóvil negro. Ella se encoge, como si tuviera frío, o miedo.
-Tranquila...
-Es que su coche es lo más parecido que he visto a una carroza fúnebre. Sólo faltan unos candelabros.
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-Muy amable de su parte.
El hombre viejo imprime velocidad al automóvil por la avenida Mariscal López. La vieja señora se alarma:
-Oiga, señor mío. Yo ya pasé la edad de volverme loca por los tuercas. Así que más despacito, por favor.
El hombre viejo aminora, maneja en silencio. Luego pregunta:
-¿Dónde la llevo?
-Vivo en General Santos y Pirizal. Dígame, ¿ese volante grandote es de fábrica o la puso usted porque es corto de vista?
-¡Es de fábrica, señora!
-Si es corto de vista me bajo, ¡aunque me moje!
-¡Leo sin lentes, señora!
-¡Ay no, coquetería senil no, señor mío!
-¿Coquetería senil?
-Mire, se manifiesta en dos formas. Con la vista y con el sexo. «Todavía leo sin lentes» es una forma. Presumir de bajar calzones, otra.
-Bueno, yo, por lo menos, leo sin lentes. Así que soy sólo medio coqueto. ¿Cuál es la calle Pirizal?
-En la siguiente esquina. La de portones de hierro.
El hombre viejo detiene el coche.
-Bonita casa.
-Me la regaló mi hijo. Le agradezco mucho, señor...
-Me llamo Miguel.
-Yo, Sara. Visítame alguna vez.
-¿En serio?
-¿Qué le pasa? ¿Les tiene alergia a los gatos?
-Es que la idea me atrae. Siento un poquito el peso de la soledad. Mis amigos más viejos ya chochean y con los más jóvenes no tenemos los mismos recuerdos. Conclusión, la voy a visitar.
-Si viene para tomar el té traiga masitas, y si viene a la hora del aperitivo traiga su botella.
-¡Me rindo ante su hospitalidad!
-Así soy. Adiós, Miguel. Cuídese, aunque supongo que con ese armatoste no hay peligro en los raudales.
Miguel, 79 años confesados, ochenta reales, sonríe y parte. Sara, que en 1949 era aún lo suficientemente joven para bailar la pachanga, entra en su casa con un andar de pato apresurado. La lluvia cae intensa y hay en el ambiente un penetrante olor de tierra mojada.

Amor de invierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora