Capitulo 8

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Exactamente como le había dicho la jovencita aquella, colocó el sillón junto a la ventana abierta a la noche, los pies calzados con zapatillas, sobre el piyama el viejo batón, porque un poco del fresco humedecido de rocío de marzo se colaba al dormitorio.
-Pues bien, chiquilla. Aquí estoy como querías que estuviera. Lo dijiste sin malicia, claro, pero con mucho prejuicio. Ustedes los jóvenes nos condenan a sentarnos a mirar cómo pasa el tiempo. O sea, dicho mejor, cómo se acaba el tiempo. No estamos de acuerdo. Hoy mi tiempo se llenó de sucesos agradables. No es amor, no es amistad. Es un encuentro en una avenida vacía, que dejó de ser casual, para volverse algo importante.
Te cuento, jovencita, que en un momento dado, haciendo bollitos con las migas entre los dedos, ella me dijo que esto era muy agradable. Estar tomando té con un amigo, y dijo algo que no comprendí bien. Algo así como «esto debe tener un sentido, porque lo que no tiene sentido, se muere». Ahora me doy cuenta de que se refería a nuestra relación. Y resulta, jovencita, que tiene razón. Toda relación entre dos personas debe tener una finalidad, un propósito. Lo que no alcanzo a ver es qué propósito pueda tener una relación entre ancianos. Me da cierta angustia pensarlo. Aunque, filosofando un poco, podría decir que la finalidad es la relación misma. El propósito es estar juntos, porque el estar juntos trae el olvido de lo que somos, barcos rumbo al último puerto. Y trae alivio. Y trae consuelo. Y trae, esto más importante de lo que crees, jovencita, una sensación de ser, de vivir, de estar exprimiendo las últimas ofertas del tiempo que se va.
Con todo propósito, jovencita, he hecho lo que me has dicho. He traído el sillón, abrí la ventana y miré la nada enfundada en noche. Y —40→ aunque te ofendas, niña, no me siento feliz, ni sosegado. Todavía hay vida que vivir, calles que caminar, una fruta que arrancar del guayabo, un nido que descubrir en el naranjo, un ysaú diligente que lleva un trozo de hoja del rosal como velamen verde. Veo todas esas cosas, la crisálida que cuelga de la morera, el enrejado de hierro del aljibe muerto que se ha cubierto de enredadera de flores azules, el tejido de una araña cazadora de perfecta arquitectura que amaneció atrapando gotas de rocío. Veo todas esas cosas y me emociono. Y ahí está la cuestión. En la emoción. Creo que una persona empieza a morir cuando ya no se emociona por nada, cuando ya no busca en los jardines el trébol de cuatro hojas o cuando no piensa en una joya volante cuando un moscardón azul vuela de la sombra a la luz y de la luz a la sombra. Eso a mí me emociona. Y la emoción es mi motor, que aún anda.
Tendré que decirle a Sara que las cosas no necesitan tener un sentido si son sentidos en sí mismas. Son planteo y propósito. Pero quizás tenga razón. Que eso no basta. Ella dijo que Lenin, Gorbachov y Bush le dan un sentido a su vida. Yo le encuentro sentido cuando siento el placer de manejar mi bestia suave de ocho cilindros y asustando en mi patio a una lagartija.
Pero, claro, ahora somos dos. Nos hemos aliado, y esta rueda gira y me replica que la alianza tiene un propósito. Llegar a los altares y gozar noches nupciales ya están fuera de concurso. Creo que debo pensar mucho sobre el tema. Y descartar cosas limitadas por el tiempo, como el concepto de «porvenir». Vaya, jovencita, qué palabra: «porvenir». ¿Qué se puede esperar que venga por un camino hecho de tiempo que ya ni existe? Podría sustituirla por otro: «por pasar» y rectificar la pregunta, que ya no es ¿qué nos va a venir? sino ¿qué nos va a pasar? ¿Cuándo? ¿Mañana, pasado mañana, pronto? La respuesta es demasiado evidente para alegrar el corazón. Después de habernos pasado todo, lo único importante que queda por pasarnos es...
Uff, el viento se volvió frío de repente. Voy a cerrar la ventana, y me voy a la cama, niña.

Amor de invierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora