Desde que había llegado al liceo, siempre me dio asco esa pendeja. Tenía los ojos igual de verdosos que la saliva que recubre a los renacuajos en los estanques. Se juraba mayor, y con suerte tenía 15 años incrustados en la carne. En las mañanas frías, cuando a duras penas podía ver por entre mis anteojos empañados de neblina y sueño, se aparecía echando latigazos con su pelo grasoso y mal planchado, sonriendo como hiena y trizando los vidrios con su voz aguda.
Qué desperdicio.
Pero más me enmierdaba cuando se acercaba a nosotros. Mi curso era un 4° Medio, a punto de salir del maldito encierro escolar. Los últimos días se llenaban de tiempo muerto, por lo que terminabamos cantando en la sala, jugando fútbol en los pasillos o simplemente perdiendo el tiempo entre risas.
Ahí era cuando llegaba la pulga. Se sacudía los pómulos con algo parecido a una brocheta y se subía las faldas hasta el pecho. De seguro nunca había logrado entender que era más importante taparse los genitales que el ombligo. Y así se paseaba, haciéndose la seductora, intentando captar algunas de las miradas de mis compañeros. Luis, el que tenía las hormonas más a flor de piel que todos, solía desviar la mirada cuando jugábamos a las cartas, empecinado por un par de piernas inmaduras, flacas, y el espacio que se hacía entre ellas. Terminábamos todos haciéndole capotera, golpeándole en la cabeza por pedófilo. Ahí era cuando le pedía gentilmente pero a regañadientes a la pendeja que se tapara las vergüenzas, y me terminaba escupiendo una que otra palabrota intentando hacerse la agrandada y la intelectual.
Me cansaba tener que compartir un mismo espacio con ese monstruo y su asquerosa fama. Una vez, mientras volvía de la sala de artes porque se me había olvidado el marcador de pizarra, escuché de copuchento a dos profesoras de básica hablando sobre ella. Decían que habría que mandarla al orientador del liceo, porque tenía problemas de autoestima, y peleaba a menudo con sus padres.
No sé cómo no esperaban que se me apretaran los puños y se me enrojecieran los ojos por escuchar esa idiotez. Yo mismo vi pasar una y otra vez por la entrada a ambos padres, juntos, serenos, sonriéndoles atemorizados al demonio de ojos delineados. Tenían las ropas más simples del mundo; un chaleco de lana, unos zapatos rotos. Tenía que respirar más fuerte para calmarme mientras escuchaba cómo ella les gritaba, cómo les lanzaba la mochila al cuerpo. Les regañaba por no tener un auto para volver a casa. Le cansaba tener que caminar tanto por culpa de ellos. Yo sólo podía limitarme a ver de lejos a esos padres, humildes, condenados, siguiendo al engendro que se le pegó en el vientre a esa pobre madre con las mismas uñas mugrientas que ahora le relucían de rosado entre todos los anillos falsos.
Fue casi a finales del año cuando ocurrió todo lo demás. Recuerdo bien que habían hecho un concurso literario. Caminaba lentamente por los pasillos de madera arrastrando mi mente por el suelo, vencido por una prueba de álgebra, cuando me topé a un costado con los papelógrafos coloridos que mostraban las tantas poesías a lo Pablo Neruda -que de poesías y de Pablo Neruda no tenían absolutamente nada- metidas en el concurso. Parecía obra del maldito destino queriéndome joder la mente; porque lo único que vi al azotar con flojera mi vista por los papeles, fue su nombre colgando con dificultad en una de las esquinas inferiores.
El punto exacto donde mi conciencia escapó de mi cráneo fue ese.
El título, escrito horriblemente a mano con una letra despreciable, decía <<Broken>>. Roto, en inglés.
No sé cómo me tomé el tiempo y la calma de leer esa inmundicia completamente. La estúpida había dejado a sus padres y a su vida entera como un fastidio, un sufrimiento interminable que la tenía maniatada y víctima de las circunstancias. No había creído nunca que llorar sangre fuese posible, hasta ese día.
Sentí como el timbre me retumbaba en los tímpanos y todos salían al almuerzo, mientras yo quedaba petrificado de rabia frente a ese condenado afiche. Ahí fue cuando la vi pasar. Vi caminar a aquel terrible bulto inmaduro con olor a colonia rosada por en frente de mí, intentando sacudir lo que todavía no alcanzaban a distinguirse como caderas.
Luego de eso, francamente no logro recordar dónde quedó mi cordura. No sé si aún permanece aferrada a la pared donde quedaron arrugados los restos del grotesco poema que yo mismo despedacé con mis manos, o si me acompañaron en todo el resto del camino rayando mi impulso.
La tomé del brazo como si me estuviesen pasando el testimonio en una carrera de atletismo, con brusquedad. La hice caminar a mi ritmo, agitado. No sé si la promiscua inmadura pensó que la llevaría a algun lugar a comer o qué, pero me dijo un par de estupideces que no alcanzaban a notarse dentro de la tormenta que me rugía desde el alma. Intentó lamer mi cuello, pero en un movimiento desesperado logré que no me tocara su saliva tóxica y con olor a chicle remasticado.
Salimos del liceo, caminamos. Caminamos mucho. La llevé directamente a una zanja. Era una de esas depresiones de tierra que sólo tienen un riachuelo de excremento en el centro y desolación por los costados. Vi que las ramas de los arbustos con espinas le rasgaban las pantis, y me daban la bienvenida en silencio. Comencé a escucharla asqueada mientras intentaba no pisar los pañales sucios y los restos de comida envueltos en bolsas de basura.
Al fin se estaba dibujando en su cara el rostro del miedo. Por fin entendía lo que le iba a suceder; era bastante tarde ya, porque cuando intentó escabullirse de mí, yo ya estaba dispuesto a empalarla por la espalda con mi cortaplumas.
La llevé hasta donde nadie más podía vernos, ni siquiera la luz del sol. Me comenzó a suplicar que no la violara. Tenía su inmadura cara aceitosa, negra. Tenía todo el delineado corrido y el miedo colgando por las pestañas.
Cada vez que fuerzo las esposas siento un parecido a la fuerza con que la sostuve ese día. Sólo recuerdo haberle pegado un palmazo en los senos, intentando sentirla por debajo de su ropa. Recordaba a cada segundo las mil y un situaciones en las que se paseó como una prostituta prematura por entre los pasillos y los miró a todos menos a mí, mientras podía intuir la taquicardia que le golpeaba las costillas. Su respiración me daba arcadas. Le grité una sola vez que se callara, pero no me hizo caso.
No, no la violé.
Sino que le hice entender lo que era <<Broken>>.
Más bien, se lo expliqué a sus huesos.

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Shock
Storie breviMicrorrelatos que sólo esperan atrapar a algún ojo inocente. Portada por: @DafneAM.