Imposibles Evidencias 🌂

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-¡Ay Kiño, ve a por el pan! Que se me ha olvidado comprarlo.
-Abuelaaaa- suplicó Kiño- Sigue contándome cosas de la familia.
-Vete vistiéndote- dijo la abuela mientras ojeaba el puchero al fuego.
-Voy- Kiño marchó al cuarto resignado y desde allí gritó- ¡Cuéntame sobre el abuelo, mientras!
-Tu abuelo apareció, me regaló a tu padre y marchó, Kiño. Si ya lo sabes.
-Si, abuela. Siempre igual. Siempre dices lo mismo.
-Ve a por el pan, Kiño.
Kiño. Así lo llamaban por ser el pequeño, aún teniendo veinticinco años; acababa de conseguir su primer trabajo y eso fue lo que le permitió darse algunos lujos, como comprarse algunos libros, una chaqueta militar que hubo visto, una bicicleta nueva, de esas con amortiguadores, y con muchas marchas, que donde vivía había muchas cuestas. De esas con cositas en los radios, para que suenen a cada giro. Incluso quiso una con txirrinda.
Y con la bicicleta nueva fue en busca del pan. El corcho gris que era el cielo profetizaba un gran diluvio, el viento traía consigo húmedos olores, y la mojada atmósfera del mediodía brillaba en los charcos.
Una de aquellas ruedas azotó uno de esos charcos, que tímido, escupió millones de gotas de agua, que chocaron contra las cositas de los radios. Los amortiguadores de la bicicleta se desencajaron y volvieron a encajar.
La casa de la abuela se encontraba en lo alto del pueblo, y cuando comenzó la bajada de la gran cuesta, Kiño cambió sus marchas, pero los pedales comenzaron a correr como locos. La cadena se salió. Las ruedas corrían a velocidad extrema, las manos frías, y ya mojadas por la lluvia agarraban la dirección con ansia, con la misma ansia que se tiene un segundo antes de perder el control. Kiño intentó frenar, la rueda delantera se quedó clavada, la trasera se alzó, y el joven besó el suelo, allá, a metros lejos.

*​*​*
Cuando recuperé la consciencia, solo vi una cosa. Algo lila, de un morado muy suave, de un morado celeste.
-¡¡Estás bien, chico!!- oía que una sombra hablaba.
No podía moverme, la cabeza me retumbaba. Me agobiaba, me dolía como mil demonios.
-No te muevas, espera.
Poco a poco las penumbras de la caída se disipaban, lo que antes veía en total lila ahora veo que es un paraguas. Una chica, resguardada bajo un paraguas, vestida algo extraña, con el pelo cardado completamente y una falda larga que no se sabía si le quedaba corta o no. Era guapa, algo me resultaba familiar. Estaba muy cerca de mí, ella me había incorporado, me miraba la frente.
Ahora el dolor era localizado. Tenía sangre que caía por mi frente. Tenía el corazón en las sienes y parecía que con cada latido me iba a estallar el cerebro.
-No parece que necesitemos coser- dijo dulcemente la joven- Me atrevo a decir que la herida es superficial. ¿Tú estás bien?
No pude contestar. La miraba confuso. Había algo en ella que me paralizaba. Seguía todo algo borroso, ella y lila, lila y ella; no veía nada más.
-Bueno, te veo algo desorientado. Tengo el coche aquí cerca, si te puedes levantar, podemos resguardarnos de la lluvia, y así te curo la herida.
Me ayudó a levantarme y caminamos cuesta abajo, por la misma que hacía no se cuanto tiempo realmente, me abrí la crisma.
Mi desorientación era tal que en ese momento juraría que el pueblo hubo cambiado, no se veía el nuevo segundo piso del Mercado de La Plaza, y juraría que los vagones de los trenes eran azules. Y no rojos.
Estaba desorientado, sin ninguna duda.
Al cabo de un tiempo, me vi sentado en la parte trasera de un coche antiguo. De un padre de familia. Robusto, serio.
Con dulzura, la joven, que había dejado su paraguas lila en el salpicadero, comenzó a limpiarme la herida, a soplar cuando me escocia.
No sabría decir que pasó realmente. Pero tras un suave soplido que amainaba el dolor, nuestras miradas se cruzaron en un torbellino de casualidades, que giraban en torno a un beso como si de una vorágine de rojas ganas de tratara.
Había estado, obviamente, con otras chicas. En algunas ocasiones estuve muy bien, en otras no tan bien y en otras ni estuve, pero con ella... Con la chica del paraguas lila, fue diferente. Sus besos eran diferentes, eran deseo hecho carne. Sus caricias eran únicas, atrevidas, llenas de placer adulto, su cuerpo, a simple vista como otro más, era más suave que ninguno, más sensual que cualquier otro. Sus besos pasaron a susurros, que evolucionaron en gemidos, que acabaron en gritos. Buenos gritos que retumbaban en los cristales empañados. Juraría que se empañó hasta el retrovisor.
Allí nos quedamos, mirándonos después, como si el mundo se hubiera parado, como si el sol girase en torno a la luna, como si nosotros fuéramos el epicentro del universo entero.
-¿Puedo fumar?- pregunté, rompiendo un silencio que decía más que otra palabra cualquiera.
-Fuera del coche, a mi madre no le gusta el olor a humo en el coche de la familia. Ni mi padre puede fumar- sonrió y poco a poco terminó de vestirse.
Salimos fuera, seguía lloviendo, ella cogió su paraguas lila para resguardarnos.
Me encendí un pitillo y le pasé el brazo por encima del hombro.
El pitillo quemó, en un círculo muy pequeño, negro y amarillento, el paraguas.
-¡Buah! Lo siento, lo siento mucho- supliqué.
Ella miró el agujero, y volvió a sonreír. Aquella sonrisa, había algo... que... no se.
Me besó y se apoyó en mi pecho. Ni me terminé el cigarrillo cuando volvimos a entrar de nuevo en el coche, donde sin quererlo, me quedé dormido por culpa de unos dedos juguetones que se entrelazaban entre mis rizos. Me dormí plácidamente, y como me hubiera gustado no haberlo hecho.

*​*​*
Cuando Kiño despertó, mucha gente del pueblo estaba a su alrededor. Estaba dejando de llover, pero algunas gotas le habían mojado la cara.
-¡Kiño! ¡Kiño! Hijo, despierta- era la voz de la abuela- Que me han venido a avisar a casa, que te has caído. Casi cojo el coche y todo para un par de metros ¿Puedes andar? ¿Estás bien, Kiño?
Kiño gimió. No entendía nada.
-¿Dónde está la chica?- preguntó. La gente cerraba sus paraguas, la lluvia cesaba.
-¿Qué chica?- preguntó la abuela.
-La que me ayudó antes.
-Te encontró uno de los trabajadores de la fábrica. Fue él quien me avisó. No se de qué chica hablas, Kiño. Habrá sido del golpe.
-No, no. Abuela, te juro que...- una ráfaga de dolor en la cabeza le hizo callar.
-Calla y vamos a casa, llamaremos al médico para que venga.
Asintió y un hombre le ayudó a levantarse.
La abuela querida le agarró del brazo y le cedió su paraguas para que se apoyara en él a modo de bastón.
Y vaya estampa, la de la abuela agarrando al nieto, subiendo por la cuesta, apoyado en un paraguas lila, donde debajo de un parche remendado hacía ya muchos años en forma de estrella, una antigua y pequeña quemadura de un cigarro negaba a los dos una imposible evidencia.

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