— Érase una vez —comenzó la reina— en un lejano reino...— Espera, espera, espera... —le interrumpió su hija—, ¡no me gustan esos comienzos!
— ¿Por qué no? Todo cuento de hadas debe tener su "érase una vez".
— ¡No me gustan los cuentos de hadas! ¡Todo el mundo sabe que las hadas no existen, mamá!
— ¿Y de qué quieres que sean los cuentos, entonces? —quiso saber la reina.
— ¡De dragones! ¡Quiero cuentos de dragones! —exclamó corriendo hacía la ventana y señalando una gran criatura alada que volaba en la distancia— ¡Dragones tan reales como ese! ¡Dragones buenos que protejan a las princesas de los príncipes malvados!
— ¿Dragones que protejan a las princesas? —la reina sonrió ante el entusiasmo de su hija—. Conozco el cuento perfecto.
La princesa se volvió hacía ella, con una gran sonrisa.
» La Dragona estaba cansada de aquella vida.
Agotada de que los humanos trataran de darle caza cada vez que vislumbraban sus grandes y membranosas alas violetas.
Una noche, mientras sobrevolaba el reino, divisó un viejo castillo en ruinas, en lo alto de una escarpada montaña.
Parecía estar a punto de hacerse pedazos, así que la dragona pensó que era un buen lugar para pasar la noche. Al fin y al cabo, no creía que ningún humano quisiera vivir allí.
Se equivocaba.
La dragona empujó las grandes puertas de latón y entró en el castillo. Caminó a tientas por la entrada y avanzó hasta el gran salón.
La luz de la luna que entraba a través de los grandes ventanales le permitió a la dragona ver una chimenea en el otro extremo de la habitación.
Llegó hasta allí y con un soplo de sus fauces logró crear un pequeño fuego para calentarse.
Y cuando la dragona se estaba quedando dormida, el único habitante del castillo, atacó.
En un segundo, la dragona se vio atada con fuertes sogas que le impedían moverse. Escupió fuego sobre ellas, pero parecían ser ignífugas.
Su agresor le había atado las patas y las alas. Aunque lograra escapar arrastrándose por el suelo como una serpiente, poco podría hacer fuera sin poder volar.
Trató de serenarse, dispuesta a dialogar con su captor para lograr la libertad. Pero lo que vio no era lo que esperaba.
En lugar del fuerte caballero con armadura había una pequeña niña de aspecto frágil, vestida con un camisón blanco y con el pelo recogido en un moño en lo alto de su cabeza.
La dragona parpadeó, confusa.
— ¿Tú me has capturado? —preguntó, escéptica.
La niña apretó los puños. Aquel comentario le había molestado, pero trató de parecer impasible.
— He sido yo —afirmó con una sonrisa orgullosa—. Y yo que creía que los dragones eran bestias temibles... ¡Vaya decepción!