Prólogo

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Hace más de ocho años que mi familia y yo vivimos en una casa que mis padres arriendan. Cuando nos mudamos, junto con mis hermanos, no nos sentíamos cómodos, ya que además de ser muy antigua, constantemente teníamos la sensación de ser vigilados.

Durante los primeros años, experimentamos varios sucesos inexplicables que, siendo narrados por niños tan pequeños con ocho, siete y trece años, resultaban imposibles de tomar en serio para los adultos que nos rodeaban.

Después de varios años, no sé si fue debido a la madurez o a la pérdida de una fracción de inocencia, que dejamos de experimentar situaciones tenebrosas o inquietantes. Sin embargo, algo que nunca desapareció fue la sensación de estar siendo observados por alguien o algo. Era tan incómoda que, en ocasiones, temía mirar el reflejo del espejo que apuntaba a mis espaldas. Me atemorizaba cada sombra sorpresiva y, al mirar por las noches a través de la ventana que daba a la entrada, presenciaba cómo la oscuridad se apoderaba de cada rincón, cada planta y cada baldosa. De reojo, unos círculos amarillos brillantes parecían mirarme fijamente, pero al momento de girar mi cabeza, desaparecían.

Con el tiempo, todo se volvió más normalizado y rutinario. Ahora me doy cuenta de que prefiero esos momentos en comparación con hoy, donde lo peor se vuelve mínimo y lo mínimo se vuelve constante. El límite de lo inimaginable ha sido sobrepasado.

Definitivamente, la curiosidad va matando poco a poco, y yo no fui la excepción, incluso mientras la oscuridad se apoderaba de mi alma.

Granate Piropo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora