Pienso en el momento en que todo comenzó, y siempre llego al mismo recuerdo.
Siendo un miembro de una familia tan numerosa con tantos hermanos, el hecho de tener un espacio propio por primera vez a lo largo de mi infancia me resultó sumamente satisfactorio y, a la vez, un deseo hecho realidad. Sin embargo, había una sensación que opacaba todo lo positivo: una melancolía que se filtraba por cada poro de mi cuerpo, un sentimiento que no me correspondía pero que, sin lugar a dudas, protagonizaba, como si se tratara de un triste anciano reencarnado en una rueda de traumas distintos, y es que si bien siempre era el único en la habitación, jamás estuve solo.
Mientras me recostaba en mi cama, observaba el techo de la habitación, atestiguando hipnotizado la presencia de un rostro sonriente dibujado con un material negro. A pesar de su inocente apariencia, no apaciguaba la inquietud que transmitía.
Siempre supe que ese dibujo estaba ahí, y no me parecía importante, pero de algún modo era inevitable no observarlo. Claramente, familias con niños debieron haber habitado esa casa anteriormente y no puedo dejar de preguntarme si habrán tenido la misma sensación que me inundaba a mí cada día que daba un paso en esos pilares del Averno que apegadas unas a otras conformaban el suelo, el techo, los muros y las ventanas de mi habitación, que con litros de pintura y metros de alfombra trataban de enmascarar el pesar impregnado en dichas maderas.
La proximidad de mi habitación a la de mi hermana se manifestaba en la delgada pared de madera que las separaba. La única conexión entre ambos espacios se lograba mediante una travesía que comenzaba en la oscura bodega y continuaba a través del patio trasero.
Cada noche, cuando el silencio se apoderaba de la casa y lo invisible reclamaba mi espacio como suyo, decidía emprender esa peculiar travesía. Atravesar la bodega, con sus sombras danzantes y sus misteriosas figuras, luego, el patio trasero se extendía como un territorio desconocido, iluminado solo por la tenue luz de la luna y las estrellas. Finalmente, alcanzaba la pared trasera de la habitación de mi hermana. Allí, el susurro de su respiración se convertía en mi brújula, guiándome hacia la pequeña abertura que nos conectaba. La madera desgastada se convertía en testigo silencioso de nuestros pesares nocturnos, confidencias susurradas en la penumbra que solo la proximidad fraternal podía entender.
Aunque la travesía era tormentosa y a veces desesperante, la conexión entre nuestras habitaciones se volvía un rito reconfortante. Varías noches, la aventura a través de la bodega y el patio trasero se convertía en el puente invisible que unía nuestros mundos separados por una delgada pared, demostrando que, incluso en la distancia física, el lazo fraternal perduraba.
Desde la habitación de mi hermana, se extendía un pasillo de apenas un metro que, en los peores momentos, parecía transformarse en kilómetros interminables. Este pasillo actuaba como la conexión frágil entre su refugio y la oscura y aterradora sala que se interponía en el camino hacia la calidez reconfortante de los brazos de nuestra madre. Cálidos brazos que a raíz de la incredulidad nos soltaban y dejaban caer al infierno.
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Granate Piropo
Terror¿Qué pasa cuando algo inimaginable llega a romper el esquema de tu vida? ¿Lo persigues para descubrir algo especial, cierto? Pero... ¿Y si no todo es como en los cuentos y lo único que genera es guiarte hacia tus peores miedos y sufrimientos, sin po...