Capítulo IV.

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Pronto le llegó el olor a salitre del mar, indicándole que ya le quedaba poco camino por recorrer. Acabó tatareando una canción que últimamente ponían demasiado en la radio. En unos pocos minutos llegó a la playa sin darse apenas cuenta.

   Se quitó la ropa y la guardó en la mochila. Dejó todo en la arena y echó a correr hacia el agua. Estaba fría, como de costumbre. En esa parte de la playa el oleaje no era muy violento, por ello Laia siempre iba a nadar allí. Tampoco era una zona muy frecuentada por la gente, así que podía estar en silencio, sólo acompañada por el sonido de las olas. Como a ella tanto le gustaba.

   Nadó durante un buen rato, cambiando de estilo y recorriendo varias veces toda la playa. Después de una hora, salió del agua. Su larga cabellera negra le caía por toda la espalda, ondulándose en su trayecto. Se secó con la toalla y la extendió para tomar un poco el sol. Éste aún era tímido, solo era primavera, pero sus rayos calentaban bastante. Pronto se le secó el pelo. Entonces se dispuso a comer el bocadillo de tortilla que su madre había preparado con mimo. Lo comió despacio, saboreando cada mordisco, y disfrutando también de las burbujas frías de la Coca Cola, que se colaban por su garganta.

   Al terminar, se tumbó boca abajo, pensando en su madre y en su hermano Alberto. Miró sus muñecas y recordó a su padre, cuando la cogía en brazos y la lanzaba hacia el cielo, para que su niña tocara las nubes. Sacudió la cabeza antes de que las lágrimas pudiesen resbalar por sus mejillas. No quería llorar, era fuerte. Mejor dicho, se había hecho fuerte. Apartó ese pensamiento de su cabeza y alcanzó su mochila para coger el móvil, pero alguien se tumbó en su espalda, impidiendo que pudiera cogerlo.

   -¿De qué era el bocadillo? Tengo hambre. -Un niño muy parecido a ella, con la misma cabellera negra, le revolvía el pelo.

   -¡Alberto! ¿Qué haces aquí? ¿Y mamá?

   -He venido con Erik. Queremos hacer castillos. ¡La playa, Laia! A mí también me gusta. -Cerca de ellos había otro niño de la altura de Alberto, pero él era rubio. Agitaba la mano derecha, y en la izquierda sujetaba dos cubos de arena y dos palas.

   Alberto se incorporó enfrente de su hermana, y ésta se sentó en la toalla. No supo si reír o llorar.

   -¿Alguien sabe que estáis aquí?

   -Era secreto... Pero ahora lo sabes tú. -El pequeño se rascó la cabeza con una mano.- ¿Te vas a chivar? 

   -Mmm... No sé. Menos mal que estaba aquí, que si no a saber lo que podría haber pasado.

   -Somos mayores, Laia. ¡Tenemos siete años ya! -Y mostró con sus manitas siete dedos. Laia rió.

   -Muy mayores, sí. Anda, haced unos cuantos castillos, y cuando yo me vaya os llevo a casa.

   -¡Albeto! ¡Vamos a constui castillos! -gritó Erik, unos metros más alejados de ellos. El niño pronunciaba mal la 'r'.

   -Vamos, vete con él y construid castillos. Os aviso en un rato.

   -¿Te vas a chivar a mamá?

   -Sí. Podría haber sido peligroso.

   -Pues si te chivas tú, yo me chivo de que ayer por la noche te vi con un chico.

   Laia enrojeció rápidamente. ¿Cómo sabía ese pequeñajo que la noche anterior había acompañado a Carlos a casa...?

   -¡Te has puesto roja! ¡Te gusta, te gusta! -gritó el niño.

   -Shh. Vale, si no te chivas te doy una chocolatina. Y yo tampoco me chivo.

   -Trato. -El pequeño acercó su mano a la de su hermana y los dos se la estrecharon. 

El rincón de Laia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora