Era un mocoso por aquel entonces, pero lo suficientemente avispado como para darme cuenta de que la relación entre mis padres estaba enfriándose. El pobre de mi padre todavía convivía con nosotros y se notaba a leguas que era él quien quería realmente salvar aquella relación – aunque después de veintidós años de vaivenes era normal que estuviese llegando a su punto final, supongo -. Si algo bueno a la vez que malo tenía mi madre era que siempre tenía claros sus posicionamientos y tampoco es que fuese muy difícil descifrar en su rostro lo que pensaba. De haber sido por ella ese matrimonio hubiese acabado hace tiempo. Nunca hallé - tampoco el resto de la familia - ni siquiera el más mínimo sentimiento de arrepentimiento o de culpabilidad por lo que hubiere hecho en algún momento de su vida. Nunca escuché de su boca un perdóname, hijo, ni nada por el estilo. Tenía una ingente cantidad de razones por las cuales mi madre me tendría que haber pedido perdón; como, por ejemplo, por los sellazos que me propinaba (la cabrona se colocaba un maldito sello de oro macizo meticulosamente encima del nudillo de su dedo índice para propinarme los golpes aun de forma más severa; o, también por llamarme pichurrina para dejarme en evidencia delante de mis amigos cada vez que no seguía las putas directrices que ella marcaba. Era un simple crío al que le encantaba charlar con mis amigos tranquilamente a la salida del colegio y eso a ella, evidentemente, le molestaba. Era una de las muchas tardes en las que mi madre se molestaba por ello, pero aquella tarde la gota colmó el vaso y me atreví a pronunciar uno de los improperios que los niños de los cursos más avanzados nos enseñaban como si fuese un bagaje oscuro e intransferible por miedo a represalias como la que yo me iba a ganar aquella tarde:
- ¡Espérate, coño! - le dije por primera y última vez –
- ¿Cómo? ¡Ven! – me respondió mientras ya alzaba la mano para darme mi dosis diaria de educación -.
Aún no sabía lo que era un coño, ni sabía que era un sinónimo un tanto vulgar de vagina. Lo que sí sabía era que no iba a volver a pronunciarla nunca más -al menos delante de mi madre -.
Después del desafortunado encontronazo que tuvimos, nos dirigimos a mi pueblo tras pasar por el quiosco por el que siempre pasábamos para que me comprara la merienda que ella, por supuesto, nunca me hacía. Por lo general siempre optaba por una especie de menú que ofertaban que consistía básicamente en un bocadillo cuyos ingredientes iban variando en función del día de la semana más una bebida que elegir -generalmente cacaolat -. No me atreví siquiera a exigirle la pieza de chocolate que muy rara vez acostumbraba a darme. Afortunadamente, siempre fui un niño que supo actuar en consecuencia de lo acontecido y que nunca intentó darle la vuelta a situaciones como las que había vivido aquella tarde. Con mi madre y sus constantes y contundentes negativas murió mi espíritu de lucha.
Volvimos a casa en coche como de costumbre. Vivíamos en S'Agaró, lejos del colegio de Palamós donde me encontraba escolarizado. El colegio se llamaba Ruiz Giménez y, sinceramente, aún no me he tomado la molestia de buscar en Google quién coño era ese señor ni gracias a qué acción heroica mi colegio se llamaba así. Había otros colegios que estaban más cerca pero mi hermana y yo siempre estuvimos desde un principio allí escolarizados. Creo que mis pan dres no querían que mi hermana – diez años mayor que yo – tuviera que dejar sus amistades atrás. Por lo que a mí respecta, aún era pequeño por lo que un cambio de colegio tampoco hubiese significado un gran trauma para mí. Cuando tuvieron que dejar Palamós por cuestiones de trabajo, decidieron mantenernos escolarizados en un intento de forzarnos a todos, en general, a permanecer en el pueblo donde mi abuela materna residía. No andaba demasiado bien por el momento por lo que fue totalmente un acierto permanecer allí escolarizados. Antes de venir a buscarme pasaba todos los días por casa de su madre para ver cómo iba. Mi abuela era una figura importante dentro de la familia. Por lo que tengo entendido era una mujer con carácter a la vez que adorable y no sé cómo lo hacía, pero era la única persona de la que nunca escuché que se dijese algo malo. Era muy pequeño y no llegué a conocerla en profundidad – lo hubiese deseado – pero sí que pude heredar algo de ella. Mi abuela acompañaba toda flatulencia con la coletilla "para las putas" con un acento granadino que a mí mucha gracia me hacía. Sé que no es ni debería ser así, pero todo lo que suene un poco andaluz me hace gracia, y más a mi edad y si era algo que provenía de mi abuela. No sé si realmente mi abuela fue la razón o si lo fueron las amistades de sus hijos. Lo que sí sé es que en S'Agaró no sé podía hacer vida social ya que solamente una urbanización donde una buena parte de la Jet Set catalana tenía residencia de verano, de fines de semana o para simple y llanamente poder decir que tenían una propiedad en esa exclusiva zona ya que, durante largos plazos de tiempo ni hacían acto de presencia. Evidentemente, mis padres no pertenecían ni mucho menos a esa gente, tan solo eran – bueno, éramos – los interinos que se encargaban de cuidarle La Finca a una familia de una famosísima marca francesa de ropa. Por una razón o por otra, sí algo hicieron bien mis padres fue cuidar y hacer que mi abuela materna se sintiese querida en todo momento.
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Limerencia y perdón
RandomEs el primer capítulo de una historia que me pilla algo cerca. Aún está pendiente de revisar. La público para ver qué os va pareciendo. Comentarios y sugerencias son bienvenidos. Un saludo a todos, Aman