Capítulo Tercero

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—Tom, ¡esto es increíble! ¡Grandioso! — alabó su padre un par de días después, luciendo complacido al leer la sobria carpeta color terracota que Tom acababa de entregarle, en donde venía el contrato firmado por el señor Kaulitz, en el cual le autorizaba la privatización de sus cosechas de uva y cedía a rentar parte de sus terrenos para construir la fábrica —¿Fue difícil convencerlo? — preguntó ahora su padre, un hombre bastante joven, siempre vestido de traje, con el cabello lacio y negro, peinado hacia atrás con gomina y usaba tanto perfume que Tom siempre se mareaba luego de estar con él por más de diez minutos.

—No en realidad — Tom meditó la pregunta largamente — el señor Kaulitz es un hombre accesible y cálido, sólo necesita que se le escuche.

—Bueno, me alegra que hayas ido tú porque para mí habría sido una pérdida de tiempo.

Tom volvió los ojos en blanco, acostumbrado a la alegre insensibilidad de su padre, y decidió mirar por el ventanal cuando su ocupado padre se puso a parlotear por el teléfono.

Quince pisos más abajo se apreciaba una de las principales arterias viales de la gran ciudad, repleta de autos que iban y venían, gente que caminaba apresurada, y movimiento incesante de transportes, como si de una enorme colonia de hormigas se tratase.

Tom miraba todo eso con cara de hastío, y añoraba aquellas montañas tan verdes y misteriosas en las que estaba seguro que hasta podría encontrar un tesoro si es que no lo había encontrado ya, reluciendo el oro en unos dorados cabellos brillantes, añoraba los bosques tranquilos, los prados cálidos y bañados por el sol, y la calma amarilla del pequeño pueblo donde vivía Bill, ese inquietante muchacho rubio; no había dejado de pensar en él ni de día ni de noche de los dos días que llevaba en la gran ciudad, y se había reprochado a si mismo por inútil, porque ni siquiera fue avispado como para pedirle su número telefónico, y de sus ganas y de su desesperación, una idea de lo más loca y descabellada había nacido, y se le cruzaba cada vez más por la mente; y mientras más la pensaba, más se concretaba, no veía más opciones que esa que tenía entre ceja y ceja.

—Y bueno hijo — habló su padre luego de terminar su llamada — estoy muy complacido por tu esfuerzo y el resultado del mismo.

—Gracias papá — Tom sonrió y se quedó mirando fijamente hacia sus manos entrelazadas.

—Dime muchacho ¿Hay algo que desees? ¿Un auto nuevo quizá? ¿Un viaje? —tentó el señor Trümper, quien siempre había complacido y consentido a su único hijo, tal vez demasiado, y de no ser por el carácter tranquilo y centrado de Tom, en esos momentos sería un bueno para nada.

—No papá, —Tom hizo una mueca de desagrado— el BMW apenas me lo regalaste hace seis meses y además me gusta mucho.

—Es un gran auto, y tú te lo mereces—coincidió su padre luciendo pensativo y orgulloso.

—Te lo agradezco — respondió algo abochornado — Pero si hay algo que quiero pedirte.

— ¿Ah Sí? — respondió su padre, con una ceja levantada en señal de genuina curiosidad, sobre todo al ver a Tom, que estaba tan rojo como un tomate al solicitar algo, cosa que jamás había sucedido — vamos hijo, dispara.

—Pues... me gustaría ser yo quien se encargue de los negocios y la nueva fábrica que se pondrá en Kaulitz&Co. — dijo, mirando sus lustrosos zapatos.

Y al escucharlo, su padre se atoró con su propia saliva y sufrió un acceso de tos que casi lo hace caerse de la silla.

— ¿¡Que!? — casi gritó, mientras se llevaba una mano a la garganta, que le había quedado dolorida de tanta tos. — ¿Eres consciente de lo que estas pidiendo Thomas? —analizó su padre, evaluándolo con ojo crítico y encontrando algo que no sabía que era, pero que había hecho cambiar a Tom.

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