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  la vuelta, inició el regreso en línea recta. Le asombró la gran distancia que le separaba desu habitación; no lograba comprender cómo, dada su debilidad, había podido, momentosantes, recorrer ese mismo trecho sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lomás rápidamente posible, apenas se percató de que nadie le azuzaba con palabras o gritos.Al llegar al umbral, volvió a cabeza, aunque sólo a medias, pues sentía ciertarigidez en el cuello, y vio que nada había cambiado. Únicamente su hermana se habíapuesto en pie.Su última mirada había sido para su madre, que se había quedado dormida.Apenas dentro de su habitación, oyó cerrarse rápidamente la puerta y echar lallave. El brusco ruido le asustó de tal modo que se le doblaron las patas. La hermana eraquien tan prontamente había actuado. Había permanecido en pie esperando el momentode correr a encerrarlo. Gregorio no la había oído acercarse.- ¡Por fin! –exclamó ella haciendo girar la llave en la cerradura.«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio mirando a su alrededor en la oscuridad.Pronto comprendió que no podía moverse absoluto. Esto no le asombró: alcontrario, no le parecía natural haber podido avanzar, como había hecho hasta entonces,con aquellas patitas tan endebles. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Si bien ledolía todo el cuerpo, le parecía que el dolor se iba atenuando poco a poco, y pensaba que,por último, cesaría. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda y lainfección blanqueada por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Estaba, sicabe, aun más convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.Permaneció en un estado de apacible meditación e insensibilidad hasta que el relojde la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vislumbrar el alba quedespuntaba tras los cristales. Luego, a pesar suyo, dejó caer la cabeza y de su hocicosurgió débilmente su último suspiro.A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta –daba tales portazos que encuanto llega era imposible seguir durmiendo, a pesar de lo mucho que se le había rogadoque no hiciera tanto ruido– para hacer su breve visita de costumbre a Gregorio, no hallóen él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así, inmóvil, con todaintención, para hacerse el indiferente, pues le consideraba plenamente dotado deraciocinio. Casualmente llevaba en la mano el deshollinador, y le hizo cosquillas desde lapuerta.Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarle, y sólo después deque le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se dio cuenta de lo sucedido,abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de sorpresa. Acto seguido,abrió bruscamente la puerta del dormitorio de los padres y gritó en la oscuridad:- ¡Ha estirado la pata!El señor y la señora Samsa se incorporaron en la cama. Les costó bastantesobreponerse al susto, y tardaron en comprender lo que les anunciaba la asistenta. Pero encuanto se hubieron hecho cargo de la situación, bajaron de la cama, cada uno por su ladoy con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros; laseñora Samsa sólo llevaba el camisón, y así entraron en la habitación de Gregorio. Mientras, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía lahermana desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba completamente vestida, como sino hubiese dormida en toda la noche, cosa que parecía confirmar la palidez de su rostro.- ¿Muerto? –preguntó la señora Samsa, mirando interrogativamente a laasistenta, no obstante poder comprobarlo por sí misma, e incluso verlo sinnecesidad de comprobación alguna.- Así es –contestó la asistenta, empujando un buen trecho con el escobón elcadáver de Gregorio, como para comprobar la veracidad de sus palabras.La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.- Bueno –dijo el señor Samsa–, demos gracias a Dios.Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron.Grete no apartaba la vista del cadáver:- Qué delgado está –dijo–. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempredejaba la comida intacta.El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. Deesto sólo se daban cuenta ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas. Nadie apartaba lavista de él.- Grete, ven un momento con nosotros –dijo la Señora Samsa, sonriendomelancólicamente.Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al dormitorio.La asistenta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía muytemprano, pero el aire no era del todo frío. Estaban a finales de marzo.Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno.Los habían olvidado.- ¿Y el desayuno? –le preguntó a la asistenta, de mal humor, el que parecíallevar la voz cantante.Pero la asistenta, poniéndose el índice ante los labios, les invitó silenciosamente,con grandes aspavientos, a entrar en la habitación de Gregorio.Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno alcadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos desus raídos chaqués.Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa, vestido consu librea, llevando del brazo a su mujer y del otro a su hija. Los tres tenían aspecto dehaber llorado un poco, y Grete ocultaba de vez en cuando el rostro contra el brazo delpadre. - Salgan inmediatamente de mi casa –dijo el señor Samsa, señalando la puerta,pero sin soltar a las mujeres.- ¿Qué pretende usted decir con esto? –le preguntó el que llevaba la vozcantante, algo desconcertado y sonriendo con timidez.Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban como siesperasen gozosos una disputa cuyo resultado les sería favorable.- Pretendo decir exactamente lo que he dicho –contestó el señor Samsa,avanzando con las dos mujeres en una sola línea hacia el huésped.Éste permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo,como si estuviera ordenando sus pensamientos.- En este caso, nos vamos –dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si unafuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces, breve yafirmativamente, la cabeza.Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos al recibidor. Sus doscompañeros habían dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los talones, comosi temiesen que el señor Samsa llegase antes al recibidor y se interpusiese entre ellos y suguía.Una vez en el recibidor, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron susbastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa.Con desconfianza injustificada, el señor Samsa y las dos mujeres salieron alrellano y, asomados sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores, lentamentepero sin pausas, descendían la larga escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta quedaba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos después.A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la familiaSamsa, y al cruzarse con ellos el repartidor de la carnicería, que sostenía su cesto sobre lacabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la barandilla y, aliviados, entraron denuevo en la casa.Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien merecidauna tregua en su trabajo, sino que les era indispensable. Se sentaron, pues, a la mesa yescribieron sendas cartas disculpándose: el señor Samsa, a su superior; la señora Samsa ,al dueño de la tienda, y Grete, a su jefe.Mientras escribían, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había terminadosu trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo sin prestarle atención y selimitaron a hacer un signo afirmativo con la cabeza. Pero al ver que no se marchabaalzaron los ojos con irritación.- ¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía sonriente en el umbral, como si tuviese que comunicaruna feliz noticia, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sidoconvenientemente interrogada. La tiesa pluma de su sombrero, que molestaba al señor Samsa desde que aquella mujer había entrado a su servicio, se bamboleaba en todasdirecciones.- Bueno, ¿qué desea? –preguntó la señora Samsa, que era la persona a quienmás respetaba la asistenta.- Pues –contestó ésta, y la risa no la dejaba seguir–, pues que no tienen quepreocuparse de cómo quitar de en medio eso de ahí al lado. Ya será todoarreglado.La señora Samsa y Grete se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para seguirescribiendo, y el señor Samsa, notando que la asistenta se disponía a contarlo todominuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia ella.La asistenta, al ver que no le dejaban contar lo que traía preparado, se fuebruscamente.- ¡Buenos días! –dijo visiblemente ofendida.Dio medio vuelta con gran irritación y abandonó la casa dando un portazo terrible.- Esta misma tarde la despido –dijo el señor Samsa.Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecíahaber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar.La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cualpermanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su sillón en aquella dirección, yestuvo observándolas un momento tranquilamente. Luego dijo:- Vamos, vamos. Olvidad de una vez las cosas pasadas. Tened también un pocode consideración conmigo.Las dos mujeres le obedecieron al instante, corrieron hacia él, le abrazaron yterminaron de escribir.Luego, salieron los tres juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, ytomaron el tranvía para ir a respirar el aire puro de las afueras. El tranvía, en el cual eranlos únicos viajeros, estaba inundado por la cálida luz del sol. Cómodamente recostados ensus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del provenir, y concluyeron que, bienmirado, no era nada negro, pues sus respectivos empleos –sobre los cuales todavía nohabían hablado claramente– eran muy buenos y, sobre todo, prometían mejorar en unfuturo próximo.Lo mejor que de momento podían hacer era cambiarse de casa. Les convenía unacasa más pequeña y más barata y, sobre todo, mejor situada y más cómoda que la actual,que había sido elegida por Gregorio.Mientras charlaban, el señor y la señora Samsa se dieron cuenta casi a la vez deque su hija, pese a que con tantas preocupaciones había perdido el color en los últimostiempos, se había desarrollado y convertido en una linda joven llena de vida. Sinpalabras, entendiéndose con la mirada, se dijeron uno a otro que ya iba siendo hora deencontrarle un buen marido. Y cuando, al llegar al final del trayecto, la hija se levantó la primera e irguió susformas juveniles, pareció corroborar los nuevos proyecto y las sanas intenciones de lospadres.  

la metamorfosis de franz kafkaWhere stories live. Discover now