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  usted bien sabe, le estoy muy agradecido al señor director. Por otra parte,tengo que atender a mis padres y a mi hermana. Es verdad que hoy meencuentro en un apuro. Pero trabajando saldré bien de él. No me ponga lascosas más difíciles de lo que están. Póngase de mi parte. Ya sé que al viajanteno se le quiere. Todos creen que gana el dinero a espuertas, sin trabajarapenas. No hay ninguna razón para que este prejuicio desaparezca; pero ustedestá más enterado de l que son las cosas que el resto del personal, incluso queel propio director, que, en su calidad de propietario, se equivoca confrecuencia respecto a un empleado. Usted sabe muy bien que el viajante, comoestá fuera del almacén la mayor parte del año, es fácil blanco de habladurías,equívocos y quejas infundadas, contra las cuales no le es fácil defenderse, yaque la mayoría de las veces no llegan a sus oídos, y sólo al regresar reventadode un viaje empieza a notar directamente las consecuencias negativas de unaacusación desconocida. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me dausted la razón, por lo menos en parte.Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vueltay le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro.Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un momento quieto. Se retiró hacia la puertasin quitarle la vista de encima, muy lentamente, como si una fuerza misteriosa leretuviese allí. Llegó, por fin, al recibidor y dio los últimos pasos con tal rapidez queparecía que estuviera pisando brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a laescalera, como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchará de aquelmodo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo veían lospadres tan claro como él, porque, con el transcurso de los años, habían llegado a pensarque la posición de Gregorio en aquella empresa era inamovible; además, con la inquietuddel momento se habían olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se dabacuenta de que era indispensable retener al gerente y tranquilizarle. De ello dependía elporvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana! Era muylista; había llorado cuando Gregorio yacía aún tranquilamente sobre su espalda. Seguroque el gerente, hombre galante, se hubiera dejado convencer por la joven. Ella habríacerrado la puerta del piso y le habría tranquilizado en el recibidor. Pero no estaba suhermana, y Gregorio tenía que arreglárselas solo. Sin reparar en que todavía no conocíasus nuevas facultades de movimiento, y que lo más probable era que no lograse entender,abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba y se deslizó por el hueco formado alabrirse la otra con intención de avanzar hacia el gerente, que seguía cómicamenteagarrado a la barandilla del rellano. Pero inmediatamente cayó al suelo, intentando congrandes esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, profiriendo unleve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdaderobienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían perfectamente. Con alegría, vioque empezaban a llevarle adonde deseaba ir, dándole la sensación de que sus sufrimientoshabían concluido. Pero en el momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente,balanceándose a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, pese a sudesvanecimiento previo, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo losbrazos con las manos abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba lacabeza como para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir esta impresión, se desplomó hacia atrás cayendo sobre la mesa, y, ajena al hecho de queestaba aún puesta, quedó sentado en ella, sin darse cuenta de que a su lado el café salía dela cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra.- ¡Madre! ¡Madre! –gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento seolvidó del gerente; y no pudo evita, ante el café vertido, abrir y cerrarrepetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre, gritando de nuevo yhuyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro.Pero Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estabaen la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una últimamirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero éldebió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones ydesapareció, profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera. Paracolmo de males, la huida del jefe pareció trastornar por completo al padre, quehasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en lugar decorrer tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio,empuño con la diestra el bastón del gerente –que éste no había recogido, comotampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una silla– y, armándose con laotra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dandofuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder aGregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas,que no fueron entendidas; y aunque inclinó sumiso la cabeza, sólo consiguióexcitar aún más a su padre. La madre, a pesar del mal tiempo, había abiertouna ventana y, violentamente inclinada hacia fuera, se cubría el rostro con lasmanos. Entre el aire de la calle y el de la escalera se estableció una fuertecorriente; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa se agitaronlos periódicos, y algunas hojas sueltas se agitaron por el suelo. El padre,inflexible, resoplaba violentamente, intentando hacer retroceder a Gregorio.Pero éste carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás, y la cosa iba muydespacio. ¡Si al menos hubiera podido moverse! En un santiamén se hubieseencontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en girar, impacientar a supadre, cuyo bastón podía deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sinembargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió contrariado que,caminado hacia atrás, no podía controlar la dirección. Así que, sin dejar demirar angustiosamente a su padre, empezó a girar lo más rápidamente quepudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió percatarse de subuena voluntad, pues dejó de hostigarle, dirigiendo incluso de lejos, con lapunta del bastón, el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese dejado deresopla! Esto era lo que más alteraba a Gregorio. Cuando ya iba a terminar elgiro, aquel resoplido le hizo equivocarse, obligándole a retroceder poco apoco. Por fin logró quedarse frente a la puerta. Pero entonces recordó que sucuerpo era demasiado ancho para poder pasar sin más. Al padre, en medio desu excitación, no se le ocurrió abrir la otra hoja para dejar espacio suficiente.Estaba obsesionado con la idea de que Gregorio había de meterse cuanto antesen su habitación. Tampoco hubiera permitido los lentos preparativos queGregorio necesitaba para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta.Como si no hubiese problema alguno azuzaba a Gregorio con furia creciente. Gregorio oía tras de sí una voz que parecía imposible que fuese la de un padre.Se incrustó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado y quedóatravesado en el umbral, lacerándose el costado. En la puerta aparecieron unasmanchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, sin posibilidad de hacer elmenor movimiento.Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, mientras que las del otroquedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás unempujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto, sangrando copiosamente.Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió a la calma.Hasta la noche no despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a undesmayo. No habría tardado mucho en despabilarse por sí solo, pues ya había descansadobastante, pero le pareció que le despertaban unos pasos furtivos y el ruido de la puerta delrecibidor, que alguien cerraba suavemente. El reflejo del tranvía proyectaba franjas de luzen el techo de la habitación y la parte superior de los muebles; pero de abajo, dondeestaba Gregorio, reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con susantenas, que en ese momento le mostraron su utilidad, se deslizó hacia la puerta para verlo que había ocurrido. En su costado izquierdo había una larga y repugnante llaga.Renqueaba alternativamente sobre cada una de sus dos hileras de patas, una de las cualesherida en el accidente de la mañana –sorprendentemente, las demás habían quedadoilesas–, se arrastraba sin vida.Al llegar a la puerta, comprendió que lo que le había atraído era el olor de algocomestible. Encontró una cazoleta llena de leche con azúcar, en la que flotaban trocitosde pan. Estuvo a punto de reír de gozo, pues tenía aún más hambre que por la mañana.Hundió la cabeza en la leche casi hasta los ojos; pero enseguida la retiró contrariado, puesno sólo la herida de su costado izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comertenía que mover todo el cuerpo), sino que, además, la leche, que hasta entonces habíasido su bebida predilecta –por eso, sin duda, la había puesto allí su hermana–, no le gustónada. Se apartó casi con repugnancia de la cazoleta y se arrastró de nuevo hacia el centrode la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz estaba encendida en elcomedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al padre leer en voz alta a la madre y lahermana el diario de la tarde. No se oía el menor ruido. Quizá esta costumbre, de la quesiempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estabasilencioso, pese a que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tantranquila lleva mi familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en lassombras, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermanatan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó con terror queaquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar... Para noabandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en movimiento y comenzó aarrastrarse por la habitación.Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra vez laotra: alguien quería entrar. Gregorio, en vista de ello, se colocó contra la puerta que dabaal comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos aaveriguar quién era. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. Esa mañana,cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que él habíaabierto una puerta y que la otra había sido también abierta, sin duda, durante el día, ya novenía nadie, y las llaves habían sido puestas en la parte exterior de las cerraduras. Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregoriocomprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó como sealejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría seguramente nadie a ver a Gregorio:tenía tiempo de sobra para pensar, sin temor a ser importunado, en su futuro. Pero aquellahabitación fría y de techo alto, en donde había de permanecer echado de bruces. Le diomiedo; no entendía por qué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cincoaños... Bruscamente, y no sin algo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en donde, apesar de sentirse algo estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguidamuy bien, lamentando únicamente no poder introducirse allí por completo a causa de suexcesiva corpulencia.Así permaneció toda la noche, sumido en un duermevela del que le despertabacon sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy concretas,pero cuya conclusión era siempre la necesidad de tener calma y paciencia y de hacer loposible para que su familia se hiciese cargo de la situación y no sufriera más de lonecesario.Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión deponer en práctica sus resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta quedaba al recibidor y le buscó ansiosamente con la mirada. Al principio no le vio; pero aldescubrirle debajo del sofá –¡en algún sitio había de estar! ¡No iba a haber volado!– seasustó tanto que, compulsivamente, volvió a cerrar la puerta. Pero inmediatamente searrepintió de su reacción, pues volvió abrir y entró de puntillas, como si fuese lahabitación de un enfermo grave o un extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fueradel sofá, la observaba. ¿Se daría cuenta de que no había probado la leche y,comprendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería alimentos másadecuados? Pero si no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que pedírselo, pesea que sentía enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese algobueno de comer. Pero su hermana, asombrada, advirtió inmediatamente que la cazoletaestaba intacta; únicamente se había vertido un poco de leche. La recogió, y se la llevó.Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que la bondad de su hermana le reservaba.A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendiósobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas ya; huesos de la cenade la víspera, rodeados de blanca salsa cuajada; pasas y almendras; un trozo de queso quedos días antes Gregorio había descartado como incomible; un mendrugo de pan duro;otro untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Volvió a traer la cazoleta, quepor lo visto quedaba destinada a Gregorio, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza(pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente) se retiró cuanto antes y echóla llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar. Al irGregorio a comer, sus antenas fueron sacudidas por una especie de vibración. Pero porotra parte, sus heridas debían de haberse curado ya, pues no sintió ninguna molestia, cosaque le sorprendió bastante, pues recordó que hacia más de un mes se había cortado undedo con un cuchillo y que el día anterior todavía le dolía. «¿Tendré menos sensibilidadque antes?», pensó, mientras probaba golosamente el queso, que fue lo que más le atrajo.Con gran avidez y llorando de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y lasalsa. En cambio, los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le resultabadesagradable, hasta el punto de que apartó de ellos las cosas que quería comer.Hacía un buen rato que había terminado y permanecido estirado perezosamente enel mismo sitio, cuando la hermana, sin duda para darle tiempo a retirarse, empezó a girar   

la metamorfosis de franz kafkaWhere stories live. Discover now