6

133 2 0
                                    

  lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió aocultarse de nuevo debajo del sofá. Para permanecer allí, aunque sólo fue el breve tiempoque su hermana estuvo en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran esfuerzo de voluntad,pues, a consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado lo suficientecomo para que apenas pudiera respirar en aquel reducido espacio. Un tanto sofocado,contempló con los ojos desorbitados cómo su hermana, ajena a lo que le sucedía barría nosólo los restos de la comida, sino también los alimentos que Gregorio no había tocado,como si ya no pudiesen aprovecharse. Y vio también cómo lo tiraba todo a un cubo, quecerró con una tapa de madera. Apenas se hubo marchado su hermana con el cubo,Gregorio salió de su escondrijo, se estiró y respiró profundamente.De esta manera recibió Gregorio, día tras día, su comida: una vez por la mañanatemprano, antes de que se levantaran sus padres y la criada, y otra después del almuerzo,mientras los padres dormían la siesta y la criada salía a algún recado al que la mandaba lahermana. Sin duda sus padres tampoco querían que Gregorio se muriese de hambre; perotal vez no hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que sólotuvieran noticias de ellas a través de la hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarlesun sufrimiento extra.Gregorio no pudo averiguar con qué disculpas habían despedido la primeramañana al médico y al cerrajero. Como nadie le entendía, nadie pensaba, ni siquiera suhermana, que él pudiese entender a los demás. Tenía, pues, que contentarse, cuando suhermana entraba en su cuarto, con oírla gemir y lamentarse. Más adelante, cuando ella sehubo acostumbrado un poco a la nueva situación (desde luego no se podía esperar que seacostumbrase por completo), Gregorio empezó a notar en ella ciertos indicios deamabilidad. «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregorio había apurado la comida;mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir apenada: «Vaya,hoy lo ha dejado todo.»Aunque Gregorio no podía obtener directamente ninguna noticia, siempre estabaatento a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y en cuanto oía voces, corría haciala puerta correspondiente y se pegaba a ella. Al principio todas las conversaciones sereferían a él, aunque no claramente. Durante dos días, en todas las comidas se discutió loque correspondía hacer en lo sucesivo. También fuera de las comidas se hablaba de lomismo; ninguno de los miembros de la familia quería quedarse solo en casa, y comotampoco querían dejarla abandonada, siempre había por lo menos dos personas. Ya elprimer día, la criada –de la que no sabían hasta que punto estaba enterada de lo ocurrido–le había rogado a la madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de horadespués, dando las gracias efusivamente y sin que nadie se lo pidiese, juró solemnementeque no contaría nada a nadie.La hermana tuvo que ayudar a cocinar a la madre, cosa que, en realidad, no ledaba mucho trabajo, pues casi no comían. Gregorio los oía continuamente animarse envano unos a otros a comer, siendo un «gracias, ya he comido bastante», u otra frase por elestilo, la respuesta invariable a estos requerimientos. Tampoco bebían casi nada. Confrecuencia preguntaba la hermana al padre si quería cerveza, ofreciéndose a ir a buscarla.Callaba el padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero elpadre respondía finalmente con una negativa tajante, y no se hablaba más del asunto.Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situacióneconómica de la familia y sus perspectivas futuras. De vez en cuando se levantaba de lamesa para buscar en su pequeña caja de caudales –salvada de la quiebra cinco años antes– algún documento o libro de notas. Se oía el chasquido de la complicada cerraduraal abrirse o volverse a cerrar, después de que el padre hubiese sacado lo que buscaba.Estas explicaciones constituyeron la primera noticia agradable que escuchó Gregoriodesde su encierro. Siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamentenada del antiguo negocio. El padre nunca le había dado a entender que fuera de otromodo, aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había preguntado nada al respecto.Por aquel entonces, Gregorio sólo se había preocupado de hacer lo posible para que sufamilia olvidara cuanto antes el revés financiero que los había hundido en la máscompleta desesperación. Por eso había comenzado a trabajar con tal ahínco,convirtiéndose en poco tiempo, de simple dependiente, en todo un viajante de comercio,con grandes posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales se concretaban ensustanciosas comisiones entregadas a la familia ante el asombro y alegría de todos.Habían sido días felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, pese aque Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para llevar por sí solo el peso detoda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero deGregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que la sorpresa y alegríainiciales no volvieran a producirse con la misma intensidad. Sólo la hermana permaneciósiempre estrechamente unida a Gregorio, y como, contrariamente a éste, era muyaficionada a la música y tocaba el violín con gran entusiasmo, Gregorio confiaba enpoder mandarla al año siguiente al conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, ya los que ya encontraría modo de hacer frente. Durante las breves estancias de Gregoriojunto a los suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con frecuencia en las charlas conla hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no se podía nisoñar. Los padres no veían con agrado estos ingenuos proyectos; pero para Gregorio eraun asunto muy serio, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad.Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente mientras,pegado a la puerta, escuchaba lo que hablaban en la habitación contigua. De cuando encuando, la fatiga le impedía seguir escuchando, y dejaba caer cansado la cabeza sobre lapuerta. Pero en seguida volvía a levantarla, pues incluso el levísimo ruido debido a estemovimiento suyo, era oído por su familia, que enmudecía en el acto.- ¿Qué estará haciendo ahora? –decía al poco el padre, si duda mirando hacia lapuerta.Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida.Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción –el padre se extendía en susexplicaciones, pues hacia tiempo que no se había ocupado de aquellos asuntos, y ademásla madre tardaba en entenderlos– que, a pesar de la desgracia les había quedado algúndinero; no mucho, desde luego pero poco a poco había ido aumentando desde entonces,gracias a los intereses intactos. Además, el dinero que entregaba Gregorio todos losmeses, quedándose para él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo,y había ido formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con lacabeza, satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que con ese dinerosobrante podía haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía con el dueño, yhaberse visto libre de ella mucho antes; pero tal como estaban las cosas, era mejor así.Ahora bien, ese dinero era del todo insuficiente para permitir a la familia vivir deél; todo lo más bastaría para uno o dos años, pero no para más tiempo. Por tanto, era un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para caso de necesidad. Eldinero para ir viviendo había que ganarlo. Pero el padre, aunque estaba bien de salud, eraya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por tanto no se podía contar con él: en losúltimos cinco años, los primeros de descanso en su vida laboriosa, aunque fracasada,había engordado mucho y se había vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar lamadre, que padecía de asma, que se fatigaba con sólo andar un poco por casa ycontinuamente tenía que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porquele daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de diecisieteaños, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento, en ocuparse de símisma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa, participar en alguna sencilladiversión y, sobre todo, tocar el violín?Cada vez que la conversación derivaba hacia la necesidad de ganar dinero,Gregorio se apartaba de la puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza, se metía bajoel fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí toda la noche en vela, arañando el cuerohora tras hora. A veces llevaba a cabo el extraordinario esfuerzo de empujar el sillónhasta la ventana y, agarrándose al alféizar, permanecía de pie en el asiento y apoyado enla ventana, sumido en sus recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquellaventana.Poco a poco empezó a ver con menos claridad. Ya no distinguía el hospital deenfrente, cuya vista tanto le desagradaba; y de no haber sabido que vivía en una calle enplena ciudad, aunque tranquila, hubiera podido creer que su ventana daba a un desierto,en el cual se confundían el cielo y la tierra, igualmente grises.Sólo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba junto ala ventana. Y ya, al arreglar la habitación, aproximaba ella misma el sillón. Más aún:dejaba abiertos los primeros dobles cristales.Si al menos hubiera podido Gregorio hablar con su hermana; de haberle podidodar las gracia por cuanto hacía por él, le hubieran resultado más leves las molestias queocasionaba, y que de este modo tanto le hacían sufrir. Sin duda, su hermana hacía loposible para atenuar lo doloroso de la situación, y, a medida que transcurría el tiempo, ibaconsiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también Gregorio, a medida que pasaban losdías, tenía más clara la situación.Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto entraba en lahabitación, y sin cerrar siquiera previamente las puertas, como antes, para ocultar a todosla vista del cuarto, iba corriendo hacia la ventana y la abría bruscamente, como siestuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando el frío era intenso, permanecía allí un ratorespirando ansiosamente. Este ajetreo asustaba a Gregorio dos veces al día; aunqueconvencido de que ella le hubiera evitado esas molestias, de haber podido permanecer enla habitación con las ventanas cerradas, Gregorio se quedaba temblando debajo del sofátodo el tiempo que duraba la visita.Un día –ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, así que no tenía porqué sorprenderse del aspecto de Gregorio– su hermana entró algo más temprano que decostumbre y se lo encontró mirando inmóvil por la ventana. No le hubiera extrañado aGregorio que su hermana no entrase, pues tal como estaba le impedía abrir la ventana.Pero no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta rápidamente: quien la hubieravisto reaccionar de esa forma hubiera creído que Gregorio se disponía a atacarla.Gregorio se metió inmediatamente debajo del sofá; pero hasta el mediodía no volvió suhermana, más intranquila que de costumbre. Este incidente le hizo comprender que su vista seguía resultándole insoportable ala hermana, que sólo gracias a un esfuerzo devoluntad evitaba echar a correr al divisar la pequeña parte del cuerpo que sobresalía pordebajo del sofá. Con objeto de ahorrarle por completo su visión, llevó un día sobre suespalda –trabajó para el cual precisó de cuatro horas– una sábana hasta el sofá, y la pusode modo que le tapara por completo y que su hermana no pudiese verle por mucho que seagachase.De no haberle parecido oportuno tal medida, ella misma hubiera quitado lasábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no era nada agradable.Pero su hermana dejó la sábana tal como estaba, y Gregorio, al levantar sigilosamentecon la cabeza la punta de ésta, para ver como era acogida la nueva disposición, creyóadivinar en la joven una mirada de gratitud.Durante las dos primeras semanas, sus padres no se decidieron a entrar a verle. Amenudo los oyó alabar la actitud de la hermana, cuando hasta entonces solían, por elcontrario, considerarla poco menos que una inútil. Los padres solían esperar ante lahabitación de Gregorio mientras la hermana la arreglaba, y en cuanto salía se hacíancontar como estaba el cuarto, qué había comido Gregorio, cuál había sido su actitud y sidaba señales de mejoría.La madre había querido visitar a Gregorio enseguida, pero el padre y la hermanala habían hecho desistir con argumentos que Gregorio escuchó con la mayor atención yaprobó por entero. Más adelante tuvieron que impedírselo por la fuerza, y cuandoexclamaba: «¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! ¡Pobre hijo mío! ¿No comprendéis quenecesito verle?», Gregorio pensaba que tal vez fuera mejor que su madre entrase, notodos lo días, pero sí, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensivaque la hermana, quien, pese a su indudable valor, al fin y al cabo no era más que unaniña, que quizá sólo por juvenil inconsciencia había podido asumir tan penosa tarea.No tardó en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día, porconsideración a sus padres, no se asomaba a la ventana, y en los dos metros cuadrados desuelo libre de su habitación casi no podía moverse. Descansar tranquilo le era ya difícildurante la noche. La comida pronto dejó de causarle placer, y para distraerse empezó atrepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo era donde más a gusto seencontraba: aquello era mucho mejor que estar echado en el suelo; respiraba mejor, y seestremecía con una suave vibración. Un día Gregorio, casi feliz y despreocupado, sedesprendió del techo, con gran sorpresa suya, y se estrelló contra el suelo. Pero su cuerpose había vuelto más resistente y, pese a la fuerza del golpe, no se lastimó.Su hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio –talvez dejase al trepar un leve rastro de baba–, y quiso hacer todo lo posible para facilitarlesu actividad, quitando los muebles que le estorbaban, sobre todo el baúl y el escritorio.No podía hacerlo sola y tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; con la criada no podíacontar, pues la buena mujer, de unos sesenta años, aunque se había mostrado muyanimosa desde la despedida de su antecesora, había rogado que le dejaran tener siemprecerrada la puerta de la cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, la únicaposibilidad era pedir ayuda a la madre en ausencia del padre.La madre acudió eufórica, pero se quedó muda al llegar a la puerta. La hermanacomprobó que todo estuviera en orden, y sólo entonces hizo pasar a la madre. Gregoriohabía bajado la sábana más que de costumbre, de modo que formara abundantes plieguesy pareciera que estaba allí por causalidad. En esta ocasión no atisbó por debajo; renuncióa ver a su madre, feliz de que por fin hubiese entrado a su habitación. - Pasa, no se le ve –dijo la hermana, que seguramente llevaba a la madre de lamano.Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la hermana,animosa como siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer caso de lasadvertencias de la madre, que tenía miedo de que se fatigara excesivamente.Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl dondeestaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del regreso del padre;además, estando en medio de la habitación el baúl le cortaría el paso a Gregorio; porúltimo, tal vez a Gregorio no le agradara que se retirasen los muebles, sino todo locontrario. La vista de las paredes desnudas la deprimía. ¿Por qué no había de sentirGregorio lo mismo, acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No sesentiría como abandonado en la habitación vacía?- Al quitar los muebles –continuó en voz muy baja, casi en un susurro, como siquisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba,hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía laspalabras–, ¿no parecería que renunciábamos a toda esperanza de mejoría, yque lo abandonábamos sin más a sus suerte? Yo creo que lo mejor sería dejarel cuarto igual que antes, para que Gregorio, cuando vuelva a ser uno denosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar más fácilmente esteparéntesis.Al oír estas palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de todarelación humana directa, unida a la monotonía de su nueva vida, debía de habertrastornado su mente en aquellos dos meses, pues de otro modo no podía explicarse sudeseo de que vaciaran la habitación.¿Acaso quería realmente que se convirtiese aquella confortable habitación, consus muebles familiares, en un desierto en el cual hubiera podido, es verdad, trepar entodas las direcciones sin obstáculos, pero donde en poco tiempo hubiera olvidado porcompleto su pasada condición humana?De hecho, ya estaba a punto de olvidarla, y únicamente la voz de su madre, queno oía hacía tiempo, le había hecho reaccionar. No, no había que quitar nada; todo teníaque quedar como antes; no podía prescindir de la benéfica influencia que los mueblesejercían sobre él, aunque coartaran su libertad de movimientos, lo cual, en todo caso,antes que un perjuicio, debía considerarlo una ventaja.Desgraciadamente, su hermana no era de esta opinión, y como se habíaacostumbrado –no sin motivo– a considerarse la experta de la familia en lo que aGregorio se refería, rebatió los argumentos de su madre y declaró que no sólo debíansacar de la habitación el baúl y el escritorio, como al principio habían pensado, sinotambién todos los demás muebles, con excepción del indispensable sofá.Su actitud no era fruto de la mera testarudez juvenil ni de la en sí misma, tanrepentinamente adquirida en los últimos tiempos: había observado que Gregorio, ademásde necesitar mucho espacio para arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo másmínimo. Tal vez, con el entusiasmo propio de su edad y deseosa de mostrarse útil,también deseaba inconscientemente que la situación de Gregorio se volviera aún más   

la metamorfosis de franz kafkaWhere stories live. Discover now