Espejismo.

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Lo que nunca le desearía a ningún ser humano, es verse al espejo y no reconocerse. Esa sensación de estar perdido, de no saber quién eres, de dudar de cada paso que das, es tan asfixiante que uno termina aprendiendo a vivir sin aire.

Llevo meses sin saber quién es ese sujeto que me mira en el espejo, que persigue mi mirada intentando entenderme. ¿O quizás fueron años? ¿Cómo hago para que no me mire más? Es peor que una sombra, a donde sea que vaya, él está ahí, juzgándome. Ni siquiera los demonios se atreven a oír mis pecados, ¿por qué crees que a ti sí te los contaría?

No puedo ver mi reflejo (¿será que no es mío?), no puedo tolerar esa mirada ajena; en sus ojos puedo ver que sabe la verdad, y temo que me la repita, que de sus labios surja una voz desconocida (o peor aún, la mía), y me diga que las pesadillas son reales. Encontré la fórmula para ahuyentar a todos los que alguna vez me rodearon, pero no logro que funcione en él, ese fantasma de un mundo de plata que se hace llamar consciencia.

Quizás lo que me preocupa sea alejarlo, saber que perder mi humanidad, desprenderme de mi cordura y de mis valores, sea todo lo que haga falta para que me deje en paz. No basta con apretar un gatillo para asesinar la consciencia, hace falta que a uno lo suicide aquella persona con la que uno se vulnera tanto que de peligroso ya pasa a ser letal.

Por ahí sea mentira. Quizás, y sólo quizás, nunca hubo nadie del otro lado del espejo. Puede que haya sido todo una ilusión, un personaje creado por la inocencia infantil, un amigo imaginario que persistió a la crisis que nos lleva de la mano a la adultez. Puede ser que el fantasma de plata no sea más que algo que nos obligamos a crear para recordarnos que somos humanos, para tener la certeza de que aunque huyamos al centro del fin del mundo, nunca podremos escapar de aquella mirada reflejada que sabe el color de nuestros errores.

Por eso insisto en que no sería capaz de desearle a nadie la desgracia de verse al espejo y encontrarse solo, porque si no reconoces al par de ojos que se asoman a recibirte, quiere decir que estás perdido al borde de un abismo, que estás a una decisión equivocada de que tu consciencia te abandone y pierdas lo que te queda de humanidad.

No te conviertas en un eco de lo que anhelabas ser, no dejes que te conviertan en eso. Ten mucho cuidado al acercarte a los demás, al darles la mano e invitarlos al bosque donde escondiste las semillas de tus sueños. No porque puedan dañarlo, sino porque al confiar tanto en ellos, ellos mismos te pueden convencer de convertir en cenizas todo lo que alguna vez soñaste.

Allí yace el verdadero peligro, no en lo que los demás puedan destruir, sino en lo que te puedan convertir. Por eso esconde tus sueños en un laberinto, piérdelos y que nadie los conozca, ni que tú mismo los puedas hallar; porque cuando no puedas confiar ni en tu reflejo, ni de ti mismo estarán a salvo.

Y si un último consejo se me está permitido que dé, de alguien quien ya se despidió ante el espejo, es que se tomen su tiempo para recapacitar, para comprender dónde están en sus vidas, y sobre todo si eso es lo que alguna vez tenían planeado ser cuando eran tan jóvenes que aún creían que tenían una eternidad para prepararse para el futuro.

Yo ya no tengo vuelta atrás. Me expuse tanto a los demás que me convertí en un monstruo que desconozco (uno que siempre existió, pero que nunca llegué a ver). La culpa no es de nadie más que mía, pero eso no quita que hasta los espectros de mi mente me dejaran abandonado, y que el fantasma de mi consciencia se diera por vencido. Esta carta para el mundo es un intento por aferrarme a la poca humanidad que me queda, pero es probable que mi propio egoísmo me haya consumido antes de que alguien la pueda leer.

Mi único pedido, anhelo de un alma que se dio por vencida, es que si ven mi reflejo, aquel de pelo alborotado y ojos que no dejan de buscar el horizonte, le digan que no fue su culpa, que hizo bien su trabajo, pero que me perdí mucho antes de saber lo que tenía que encontrar. Que lo siento mucho, pero tengo una tendencia autodestructiva, combinado con la creencia de que para crear, primero hay que derrumbar, y que para cada palabra que alguna vez escribí, siempre alguien tuvo que sangrarla, en ocasiones alguien que quise, y en otras yo mismo, un ente que no se reconoce su propio reflejo.

Por eso mismo, sin nadie más a quien herir, y con mis últimas gotas de tinta antes de desangrarme por completo, es que me despido de mí mismo, listo para pasar el resto de mi vida dentro del espejo

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Sobre autoestima, amor propio y belleza física.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora