La Facultad

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El día siguiente era húmedo, apenas caía una llovizna que solo llegaba a molestar. José, viajando en el tren camino a la facultad, iba bien apretado sin poder sostenerse de ninguna baranda, pero con la experiencia de hacer equilibrio en la masa homogénea. Con su buena música, en un compilado de folklore argentino, algo de música clásica y de jazz, llevaba la vista penetrando el horizonte que pudiera verse por la ventanilla. Las sacudidas del tren, para los lados o hacia delante y hacia atrás, no eran tan molestas al no prestarle atención o al estar ya acostumbrados. Lo malo era los que viajaban por primera vez, como la chica que estaba apoyada sobre su lado derecho que, de vez en cuando, venia fichando. Linda morena, con abundante cabellera negra. Llevaba su mochila en la espalda, por lo que él, más de vez en cuando y con poses muy incomodas, vigilaba que nadie le robara.

Ese momento que, al decir de él, era de los pocos que complacían su vida, se vio estropeado por la irrupción en el vagón, estando en la estación de Avellaneda, de unos hombres que no parecían muy duchos al baño. Lo peor fue que, al bajarse parte de los viajeros del tren, quedaron unos espacios cerca de él y los dos indeseables los usaron. Ya de entrada uno lo empujó y ni siquiera pidió perdón. Pero lo que le molestó, sobre todo, es que lo separaron de la chica, poniéndose entre ellos. Algo más para aborrecerlos.

Siguió su camino escuchando la música, con los auriculares, danzando con su mirada por todo el vagón para lograr alguna distracción. No pudo rastrear nada, alguna que otra que zafaba, pero nada de buena pesca. Por lo que miró para su derecha, donde estaban los dos tipos y notó que uno estaba medio acalorado en el habla. Por lo que se decidió a escuchar la conversación. ¿Qué podían hablar dos sujetos como ellos de importante? Apagó el celular, por donde escuchaba música.

- Petrolo es un boludo. Alto traga. Decí que está Dieguito y si no mete caño el otro, se la pone a él por el... – lo ordinario de la vida salía por la boca de aquel sujeto.

- Se. Ni lo dudes. Diego está bien sabido de todo. Los milicos no pueden hacer nada. Olvidate.

Debian ser del Frente Socialista de la Libertad. Un movimiento que nucleaba desde sectores del comunismo hasta anarquistas y socialdemócratas. Hasta liberales, en su último tiempo, se les estaban uniendo. La izquierda, históricamente rezagada en la argentina, había sufrido muchos cambios recientemente y, sumado a los conflictos sociales, culturales y laborales de los últimos dos presidentes de carácter neoliberales, aquel frente estaba en alza y comenzaba a configurar un importante porcentaje de argentinos. Petrolo era el líder del partido. Petrolo Augusto. Pero Diego Wladimirovich era el secretario general del partido y era el que verdaderamente gobernaba.

Dejando de pensar en ello, se dio cuenta que los orcos aquellos habían dejado de hablar. Muy raro para hombres que se creen mucho. Los miró para ver que tal y, con mezcla de sorpresa y asco, les gritó enfurecido.

- ¡¿Qué hacés, negro cabeza?!

Uno de ellos estaba un poco inclinado sobre la morenita e intimándola la molestaba.

- ¿Qué hacés? – repitió con una furia comparada a la de un caballero medieval.

José ya estaba enfrentándolos. Su cuerpo, dirigido hacia los monos aquellos, estaba preparado a ser vapuleado. Aquellos dos eran bien flaquitos pero salvajes. Nuestro pequeño héroe ya estimaba que algún cuchillo debían guardar entre sus andrajosos trapos.

- ¿Qué te pasa, Pelotudo? – saltó el que estaba al lado de la chica. Con lo que José ya estaba contento porque dejaba de molestar a la muchachita.

- No te hagas el pistola, boludo. Andate de acá si no querés que te hagamos traviata.

- Esperen un segundo – José no era tonto. Su fuerza no era lo que lo caracterizaba y prefería las palabras-. Seamos justos. Yo ahora, que llegamos a la siguiente estación, tranquilamente puedo denunciarlos con la prefectura. Así que no se pasen, boluditos.

Por amor a la PatriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora