»5:45 a.m. | AMANECER

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c a p í t u l o |  10

AMANECER

—¿Lo has oído? —pregunté, arrojando mi walkie talkie en el asiento del conductor. No contestó. Se limitó a darme la espalda en sumo silencio—. ¿Sloane?

Al segundo intento, se giró hacia mí en un movimiento brusco. Me recordó a un animal salvaje.

—Sí, alto y claro. —Sujetaba el otro walkie en la mano. Estaba temblando. Ella, no el aparato.

—¿Quieres hablar de ello?

—No.

Volvió a darme la espalda mientras ponía el coche en marcha. Conduje por las calles sin un destino concreto hasta que volvimos a encontrarnos por el centro. El cielo ya no estaba tan oscuro como lo había estado hace un par de horas, pero el sol no saldría hasta las seis y media y me gustaría arreglar esto para entonces. Sería muy incómodo verla en el instituto y no poder decirle nada al respecto.

—Tarde o temprano vas a tener que hacerles frente.

—No tiene por qué. —Se encogió de hombros, frunciendo los labios poco después.

—Estás siendo irracional.

—No.

—Claro que sí, y ahora también una completa idiota.

—Déjalo ya, Ross. —Suspiró cansada.

—No, lo siento. No puedo olvidarlo tan fácilmente cuando las personas a las que les importas lo están pasando mal.

—Ya no hay nada que pueda hacer.

—¿Cómo qué no? —No entendía los enigmas de esta chica.

—No.

—Deja de decir no. —Me estaba poniendo de los nervios—.¿Puedes parar de comportarte como una niña malcriada y tomar las riendas de tu vida de una vez?

—No tienes ningún derecho a decirme eso —espetó. Poco a poco iba despertando del trance en el que se había inducido—. No tienes ni idea sobre mí.

—Sé lo suficiente para poder abrirte los ojos. ¡Estás desperdiciando tu oportunidad! —Mi voz subió de tono hasta acabar gritando.

—¡Yo sólo quería una familia! —Contraatacó con lágrimas en los ojos. Parecían dos pequeñas cascadas cristalinas.

Odiaba cuando lloraba. Tenía la capacidad de hacerte sentir mal a ti también, traspasarte su dolor con una mirada. No me gustaba sentirme así cuando la culpa no era mía.

—Y todavía la tienes, te perdonarán.

—No lo que he hecho —musitó mirándome a los ojos—. Quizá con el tiempo lo hagan, pero no será lo mismo.

—¿Es que no lo ves? —Le di varios golpes en la mano—. Eso es lo bueno de las familias, siempre estarán ahí. Hagas lo que hagas.

Entonces, tras una noche entera llena de muros invisibles y corazas externas, Sloane se desmoronó en mis brazos por completo. No se dejó nada dentro, cualquier molestia o dolor que tuviera arrinconado en su interior acabaron expuestos en el asiento del copiloto del coche de mis padres. Los sollozos sacudían su menudo cuerpo mientras apoyaba la cabeza en mi hombro, manchándome la camiseta de lágrimas y lágrimas que no acababan nunca.

Había sido un estúpido. ¿Cómo pude haberle exigido tantas cosas cuando llevaba todo eso guardado ahí?

—¿Y tú?

El Espacio Entre Tú y YoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora